Asesino de las agujas Cristóbal Meléndez 140209 210723 jprogr.github.io —Al principio lo hacía por diversión. Era un pasatiempo para mí. Mi cuerpo se veía bañado de una abrumadora sensación de placer al ver una aguja atravesar la piel, romper ese suave manto que nos cubre a todos —decía mientras se hallaba sentado por debajo del juez, frente al fiscal y por delante de todo el público que había llegado al juicio, fuese por curiosidad o por haber sido una víctima de Dico. —Al poco noté que tenía que aprender a hacerlo con sigilo —continuó— porque no conocía personas que estuvieran dispuestas a verme babear mientras metía una aguja en su cuerpo. No estoy seguro de cuando fue la primera vez que alguien me pidió que inyectara algo a cambio de dinero, solo sé que llegó sin avisar, como una enfermedad grave, y fue cuando descubrí que esas habilidades que tanto había entrenado solo para satisfacerme eran útiles en cierto negocio. Dico se encontraba en la farmacia, la visitaba tan seguido que había logrado una extraña amistad con el dueño. Una de esas amistades en que conoces el rostro y maneras de la otra persona a la perfección, pero no sabes nada de su familia, sus conocidos o su pasado. Pero aún así te sientes totalmente cómodo con esa otra persona y crees conocerla de toda la vida. Como de costumbre, Dico pasó por la vieja puerta e hizo sonar la campanilla, saludó amablemente al dueño (y único empleado de aquella farmacia pueblerina) y caminó hacia el estante repleto de jeringas. Era un lugar repleto de objetos puntiagudos, envueltos en papel y plástico impresos sin el mayor cuidado. Se halló un rato admirando las jeringas. Tomó una docena entre las manos y las llevó a la caja. La tenue luz que lograba entrar al lugar por las ventanas marcadas por el tiempo concedía a las agujas que acompañaban cada jeringa de un suave brillo. Como ver una fuente de luz a través de un cristal realmente opaco: Se reconocía la luz pero no del todo su fuente o su dirección. —Tu dotación de jeringas para la semana —exclamó el dueño en un intento por romper el silencio del lugar—. A veces pienso que usas demasiadas para ser un simple diabético. Pero luego me acuerdo que eres mi mejor cliente —Soltó una carcajada. Dico hizo caso omiso del comentario y se dispuso a pagar el importe. Tomó la bolsa de papel con todas las jeringas dentro y salió de la tienda, de vuelta a casa. Repartió las jeringas y fue tomando una a una. Las sacaba de su empaque lentamente, como si desenvolviera un bebé del apretado y cálido abrazo de una frazada. Admiraba cada una de sus partes, las tomaba con ambas manos, las abrazaba con los dedos, sentía los materiales en su piel. Las colocó perfectamente alineadas en un estante que el mismo había fabricado. Ahí descansaban, colgando de la pared, pero no como cualquier herramienta en un taller, pendían con gracia, casi inmóviles, casi libres. Contaba con una colección inmensa de jeringas, cada una coronada con su aguja, Dico colocaba ésta de inmediato. Salió temporalmente de la habitación y en el lugar lo único que parecía gritar por vida eran esos puntiagudos objetos sobre el estante de la pared. Era una habitación simple, tan cuadrada como la habitación más cuadrada de la casa más rectangular de la Tierra. Los muros eran de cemento y los cuatro de ellos, incluyendo el techo, estaban pintados de un blanco brillante, un blanco que no parecía transmitir tranquilidad, todo lo contrario, era como las jeringas: gritaba por vida. Cualquier persona se sentiría nerviosa al entrar a esa habitación adornada por un refrigerador, un escritorio con tubos de ensayo y parafernalia típica de un laboratorio químico escolar, pero Dico no. Él se sentía como en casa, a pesar de estar en ella, se sentía tranquilo. Cada vez que entraba a esa habitación su respiración cambiaba, era un cambio casi imperceptible, se volvía más tranquila, más pausada. A pesar de la atmósfera tan potente del lugar él se sentía tranquilo al estar ahí. Era el momento, Dico lo sentía, siempre sentía esa energía correr por su cuerpo. Sus manos se lo pedían, sus piernas querían salir a la calle, su cabeza solo imaginaba el placer que experimentaría. Se preparó: tomó una mochila y en varios estuches metálicos guardó las jeringas, una a una y cada una con su aguja preparada. Cerraba un estuche lleno y abría uno vacío. Cada jeringa tenía dentro la solución, esa solución salina, ese líquido tan inofensivo que acompañaba cada coronada con una peligrosa aguja. Todas y cada una de ellas en su estuche, listas para penetrar la piel. Después de meter un par de estuches a la mochila, Dico se echó la mochila a la espalda y partió. En su rostro se percibía ansiedad, pero no denotaba estrés, era una sentimiento que inspiraba confianza, esa ansiedad sabía que el momento de desaparecer estaba cerca y sabía que sería maravilloso. Fue a una parada de autobuses. Ese era el primer lugar en el que hizo eso y desde entonces siempre elegía aquel lugar tan esporádicamente transitado para practicar su pasatiempo. La parada de autobuses era ideal. Las personas venían y se iban sin oportunidad de volver. Muchas estaban perdidas pensando en su destino o en lo retrasados que estaban y como el autobús parecía tardarse más que de costumbre. No solo eso, el lugar de cuando en cuando se quedaba completamente solo lo que le daba a Dico un momento perfecto para sacar un par de jeringas de la mochila y guardar las ya usadas. Inhaló fuertemente, tomando todo el aire a su alrededor, casi comiéndoselo, seguidamente exhaló el aire lentamente. Se acercó a la parada del autobús, adornada simplemente con una banca metálica y techo de fibra de carbono, tomó asiento. El techo parecía haber sido fabricado verde, pero el tiempo y los caprichos del Sol y el clima habían digerido gran parte de ese color. Esperó con tranquilidad que la cálida luz del atardecer cubriese las calles, que el aire se tornara frío por acción de la luna, y que la ciudad nocturna cobrara vida con la luz de las farolas. Poco a poco la parada de autobús comenzó a llenarse. Con cada minuto había más y más movimiento, muchas personas volvían de su trabajo, estaban cansadas y solo querían ir a casa a descansar. Muchos estudiantes universitarios subían y bajaban del autobús, algunos trabajadores lucían listos y frescos para comenzar el turno de medianoche. Esa simple banca de metal y ese descolorido techo que lo abrazaba ya no parecían tan inertes. Servían y eran usados por todas las personas que tomaban cada uno de los diferentes autobuses que pasaba por ahí. Y fue cuando Dico lo sintió. Con el ir y venir, con las luces de los autos, el opaco ruido nocturno. Se paró y, con una gran maestría se acercó a las personas que subían, bajaban del autobús, a cualquiera que pasase por ahí, todos eran una potencial víctima. Tomaba una jeringa, la escondía en su chaleco, en las largas mangas que usaba para cubrirse del frío. Si veía la oportunidad de éxito se llevaba una jeringa a la mano e inyectaba en el costado, en alguna zona de la espalda, en la parte trasera del antebrazo. Todos puntos que las personas no podían ver directamente con los ojos. Hacía un par de inyecciones. Se retiraba a una esquina de la parada donde hubiese, no menos personas, pero si la mayor parte distraída por el cansancio y cambiaba las jeringas gastadas por una nuevas. Las guardaba a gran velocidad en la mochila y sacaba un grupo nuevo. Nunca inyectaba a dos personas distintas con la misma jeringa, pero si encontraba mucho placer en penetrar a la misma persona varias veces consecutivas, en diferentes partes del cuerpo. No importaba quien fuese, se acercaba por la espalda, justo cuando estuviese perdido en sus pensamientos, en su cansancio, en su estrés. Y de entre las sombras creadas por los dos cuerpos sacaba la aguja y la penetraba. La piel se resistía al principio, se arqueaba en esa pequeña zona, se amedrentaba, pero al fin daba paso a la aguja, al placer de Dico. Rompía las capas superiores de la dermis, invadía el torrente sanguíneo y, acto seguido, éste era bañado por la solución salina que contenía la jeringa. Dico, luego, extraía el objeto puntiagudo del cuerpo de su víctima, lo guardaba entre las mangas o en el chaleco y se alejaba del sujeto. A veces algunas personas se daban cuenta cuando la aguja todavía estaba dentro de su cuerpo e intentaban girarse pero Dico era muy rápido, era muy hábil. Sacaba la aguja rápidamente y fingía que había rozado con su mochila a esa persona. Siempre lograba engañarlos. Algunos ni siquiera se percataban de que habían sido presas de una jeringa, de una medicina, que no habían solicitado. —Esa era mi rutina —dijo Dico mientras yacía en la silla de los acusados—. Un par de veces por semana sentía este irrefrenable deseo por usar una de mis jeringas. Nunca lo hice con el fin de dañar a alguien, todas mis jeringas eran estériles. Nunca inyecté veneno o alguna sustancia nociva. Al menos no en ese tiempo. »Solo lo hacía por placer. Como un niño que sale a la calle y corre, corre y corre sin importarle nada. Da vueltas, imagina, que vuela, o que es un tren, qué sé yo, y no para de moverse hasta caer agotado. Hasta que está repleto de placer, del gusto de correr. Por eso lo hacía. Toda la sala, incluso el juez, lo escuchaban con atención. Veían como ese hombre se despojaba de toda vergüenza, como contaba su historia sin ocultar ningún detalle, ninguna intimidad, lo que sentía en cada momento. Había algunos en aquella sala que no habían podido evitar abrir la boca ligeramente y no lo notaban. Todos estaban en completo silencio, escuchando aquel hombre en manos de la justicia. —Fue un día soleado, ese día recibí la llamada —continuó—. Yo le llamo el día de la tortuga, porque me sentí como una al escuchar esa voz, esa profunda voz hacía que quisiera meter la cabeza en mi caparazón y simplemente dejar de escucharla. Era una voz negra. Negra como las profundidades de un pozo en el que sabes que hay agua pero no logras verla. Esa voz se tragaba todos los sonidos a su alrededor, los colores, las sensaciones, los aromas, los sabores, todo lo engullía y me dejaba arrinconado en mi caparazón indefenso. —¿Está interesado en una linea de crédito? —dijo una voz juvenil cuando Dico levantó el teléfono a toda prisa y completamente empapado. Estaba tomando un baño. —No, gracias —respondió mecánicamente aún envuelto en la toalla. El no tenía tarjeta de crédito o ningún tipo de relación con los bancos. No estaba muy cómodo con la forma de aprehenderlo a uno ofreciéndole caramelos agrios cubiertos de miel. —¿Al menos estará interesado en una cuenta de ahorro? —insistió la voz al otro lado del auricular. —Realmente no. Escúcheme, no sé como hacen para obtener mi número de teléfono, en especial porque nunca se lo he dado a nadie. Digo, solo tengo un teléfono en casa porque es necesario para algunos trámites gubernamentales y una que otra cosa por el estilo, pero que yo le hubiese extendido mi número a otra persona como diciéndole «adelante, llámame por favor. Mira, aquí está mi número, quiero charlar contigo horas y horas sin tener que ver tu cara, soportar tu fétido aliento y registrar cada uno de tus ademanes en mi subconsciente». Ni siquiera me gusta hablar con otras personas cara a cara. El teléfono es una máquina que aparenta acercar a las personas, pero solo las aleja más porque por cada minuto que paso frente a este aparato, es un minuto que pude haber pasado frente a la persona que está del otro lado del mismo. Es un minuto que invertí en intentar conocer los colores y matices de la otra persona sin verla, sin sentirla, sin tenerla cerca de mí. Acto seguido Dico colgó estruendosamente. Exhaló fuertemente y tragó una bocanada de limpio aire. Como si la ira se hubiese escapado con el fluido y hubiese entrado un humor relajado en esa última inhalación. Pero el teléfono timbró nuevamente antes de que pudiese siquiera alejarse de él. —Entonces tú eres el famoso, ese famoso anónimo. Esa persona de la que nadie sabe nada y al mismo tiempo todos han escuchado hablar —sonó una voz profunda, una voz que congeló a Dico, una voz que se tragaba toda la luz a su alrededor, lo cegaba, lo arrancaba de su cuerpo y apagaba todos sus sentidos. Solo podía escuchar esa voz. No estaba consciente de que estaba parado en medio de la sala, en su propia casa, sujetando el teléfono y haciendo una de las actividades que menos le entusiasmaban. —Sí, sabemos de ti —continuó la oscura voz— y al mismo tiempo no sabemos de ti. Te hemos estado observando, has despertado nuestra curiosidad. Puedes hacer cosas que nadie más en, digamos, nuestra organización puede. Eres un raro espécimen. Eres una de esas piedras preciosas que descansa toda su vida en lo más profundo de la tierra. Eres una persona que bien pudo haber nacido en el lugar más recóndito y olvidado del planeta, haber crecido sin explotar su potencial y muerto en el completo anonimato. ¿Cuántas personas habrán pasado por esto? Es una pena, una pena para toda la humanidad. Pero ¿Qué podemos hacer? Estos seres repletos de potencial son como los planetas con vida en el universo, no brillan por su cuenta, son muy escasos y parece que su aparición no sigue ningún tipo de regla. No sabemos ni siquiera como empezar a buscar. »Pero, y esto es lo hermoso, hemos encontrado uno de esos planetas, una de esas piedras preciosas, una de esas personas repletas de potencial. Y no dejaremos que muera sin sacar provecho de esas habilidades únicas. Esa persona eres tú. Un frío silencio se apoderó de la llamada, Dico seguía escuchando sin poder decir nada, sin poder sentir nada excepto el profundo agujero que esa voz creaba y se lo tragaba. —Sabemos donde vives, nos costó hallarte, tienes una forma de caminar bastante peculiar, o al menos eso me han contado. Nunca tomas la misma ruta hacia tu casa una vez que vuelves de tu «actividad» y al parecer acostumbras dar una sorprendente cantidad de vueltas para llegar a un sitio. Vamos, que eres tan especial que uno de mis hombres se tomó la molestia de contar cuantas vueltas dabas para llegar a tu destino y siempre, siempre, fue un número primo. Incluso tu forma de caminar parece inspirar una naturaleza igual de peculiar. Ahora, se amable y maravíllame con tu nombre. —D… Di… co. —Prueba de nuevo mi niño. Era la primera vez que se sentía tan indefenso, tan débil, tan impotente. Tenía miedo, era un miedo que envolvía todo su cuerpo, lo sabía y al mismo tiempo no podía hacer nada. Por más que lo intentaba su cuerpo no respondía. Era como caer, caer y caer, sin tener nada a que sujetarse, era un sentimiento que se alargaba, como si esa caída no tuviese fin. Sabía que al final se estrellaría con el suelo, pero ese destino no parecía llegar y eso solo empeoraba la situación porque le permitía pensar. Permitía al miedo atraparlo y envolverlo en vez de acabar con esto rápidamente. —Di… Dico —dijo al fin apocado. La voz le vibraba, los labios estaban fríos y anormalmente resecos. Como si tuviese una hoja de papel entre ellos. —Dico, Dico —tanteó la voz el nombre. Lo saboreó un par de veces y continuó—: ¡Hermoso! ¡Dico! De ahora en adelante serás nuestro hombre. Te quiero ver en persona. No te preocupes, será algo especial, porque todo lo demás entre nosotros lo arreglarás con Eric. El llegará por ti, ahí se podrán conocer. Llévense bien que lo verás seguido. La llamada terminó y un silencio sepulcral se apoderó del aparato. Era diferente, Dico pudo notar como el fin de la llamada había cambiado el aire de la habitación. Poco a poco pudo sentir su cuerpo de vuelta, pudo reconocer las luces del lugar, las paredes ligeramente corroídas por la humedad. La estufa, amarillenta, volvió a ser familiar. Los gabinetes de madera sobre esta reflejaban la luz como antes. Tomó asiento en su cocina. Una cocina sencilla, para un hombre. Una pequeña mesa en la que cabía cómodamente un ser humano, dos estarían muy apretados y ninguno hacían sentir a la mesa desolada. Una persona era ideal. Como si fuera un camión estrellándose contra un banco e irrumpiendo la cotidianidad, Dico abandonó su asiento rápidamente y fue a la cochera. Comenzó a empacar jeringas en su mochila, algo de comida enlatada y dinero en efectivo. Lo distribuyó por la mochila, en su cartera y distintos compartimientos de su pantalón de pescador. Tomó una chaqueta que hacía juego y siguió guardando objetos que hacían parecer que iría a acampar. Desde una simple navaja, hasta un encendedor. Todas eran cosas pequeñas pero que en conjunto llenaron su mochila y todos los lugares en los que se podían meter cosas en su ropa. «El llegará por ti». Las palabras de esa oscura voz rebotaban en su cabeza mientras guardaba todo. Iba de un lado de la casa al otro mientras esas palabras taladraban sus ideas. Dico tenía miedo de la voz y de las palabras que formulase. Se echó la mochila a la espalda y enfiló hacia la puerta principal de la casa. La puerta que separaba la seguridad de su hogar y los peligros del mundo y, a su vez, la misma puerta que separaba la cotidianidad con los placeres del mundo. Pero era muy tarde, en cuanto giró la llave para atorar la puerta una camioneta negra se estacionó justo enfrente de su modesto patio delantero. Un hombre alto, más alto que la camioneta, más alto que la puerta que Dico acababa de asegurar, de una altura nunca antes vista por ojos humanos, se acercó a él y lo tomó del brazo. Nuevamente el miedo lo invadió. No era un hombre duro, de hecho era bastante tímido, pero había aprendido a esconder sus emociones con el pasar de los años. Pero esta vez no, simplemente sintió como cada miembro de su cuerpo se le rebelaba y decidía ignorar las ordenes de su cerebro. Incluso éste último no podía concentrarse en nada. El interior de la camioneta era tan grande como hacía ver su exterior, del mismo oscuro y desganado color, pero mucho más cómodo. Los asientos rodeaban el cuerpo y respondían lentamente a la forma de este, se amoldaban a uno. Era un buen lugar para disfrutar de una siesta. Pero Dico no estaba ahí para eso. El hombre alto, que ahora yacía sentado a su lado, se giró un poco y exclamó: —Eric me llaman, aunque Eric no sea el nombre que me puso mi madre, aunque no tengo idea de donde puede estar mi madre, aunque no tengo idea de quien es, aunque no sé donde pudo haber dado a luz al sujeto que ahora llaman Eric —decía el hombre. Parecía una araña incómoda cuando estaba sentado. Sus brazos eran largos y se parecían a una gran tarántula, con patas gruesas y fuertes. Su cara parecía haber sido fabricada en un balde, como si alguien hubiese agregado los ingredientes para un rostro humano en el recipiente: ojos, boca, cejas, nariz y un poco de un líquido con el color de la piel, hubiese mezclado todo con fuerza y sin el mayor cuidado lo arrojó al cráneo de ese hombre. La piel de su rostro carecía de sentido, tenía un par arrugas pero no eran aquellas formadas con la experiencia y edad, eran antinaturales. Sus ojos no parecían nivelados. Su nariz descansaba en el centro de todo este caos pero inclinada ligeramente unos grados. La boca parecía estar fuera de lugar y las cejas coronaban otra cosa que no fueran los ojos. Dico se limitó a responder con un silencio largo acompañado de un ligero movimiento de cabeza. —Vamos, mi amigo —continuó el adefesio—, amigo, mi amigo, amigo mío. Dime tu nombre. Yo te he dado el mío y no podemos ser amigos hasta que yo conozca el tuyo como conozco el mío. —Dico —murmuró con timidez. Parecía que se había olvidado de todas las palabras, de todo el idioma y de todas las letras excepto de las cuatro que componían su nombre. —Es como un pico aunque no sé que clase de pico, aunque no inspira un pico aunque suena como pico. Dico seguía en silencio. Veía como aquel feo hombre movía los labios como dos gusanos buscando refugio de la lluvia, su lengua no parecía hacer los movimientos normales para reproducir los sonidos de todas aquellas letras, como si fuese un ser con conciencia propia, todos sus movimientos eran independientes de su dueño y de cuando en cuando parecía querer escapar de aquella horrible cavidad. —Eres como un petirrojo —continuó Eric—. Sí eres como un petirrojo. No como un pico, un petirrojo. Un petirrojo que descansa en la rama de un árbol. Sí, un petirrojo. El hombre continuó con su soliloquio durante todo el trayecto, incluso cuando la camioneta se detuvo no paró de hablar. El edificio parecía una mansión y una fabrica abandonada al mismo tiempo, ciertamente era grande pero estaba en ruinas y todo a su alrededor eran campos de cultivo secos que tenían el mismo estado que el edificio. Por fuera parecía que antes había sido una bodega inmensa donde se guardaba todo lo del cultivo, pero algo pasó que hizo que el edificio se deteriorara rápidamente. Y como si fuera una epidemia, el olvido y los tonos cafe pálidos se apoderaron de todo lo que estaba alrededor de semejante edificio. Nuevamente Dico se vio halado del brazo como un niño pequeño siendo reprendido por su madre hacia el interior. Eric guardó silencio abruptamente mientras lo paseaba por el interior del lugar. «Al menos por dentro sí parece una bodega» pensó Dico. Subieron y bajaron escaleras corroídas y de todos los materiales posibles, desde madera hasta piedra y cementos de diversas clases. Pasaron momentáneamente por lo que parecía un desagüe en desuso. Subieron más escaleras, bajaron unas cuantas más. Después de tanto caminar Dico estaba exhausto pero Eric parecía acostumbrado a ello. Su semblante había cambiado ligeramente desde que entraron al lugar. No había abierto la boca en todo el trayecto. Llegaron a una habitación débilmente iluminada con un escritorio al fondo y un par de sillas. Lucía como la oficina de un ejecutivo, pero con más goteras y menos cuadros en las paredes. Al fondo un hombre descansaba detrás del escritorio carcomido por el tiempo. —Ahí está mi hombre, Dico —exclamó con la misma profunda voz que lo había estremecido por teléfono—, toma asiento. Tú también Eric, toma asiento. Los quiero aquí cerca de mí, quiero que platiquemos. La ausencia de cabello en esa cabeza no solo gritaba por atención, sino que parecía sufrir repetidamente por semejante calva que brillaba con la poca luz que ambientaba la habitación. Su voz sonaba tan oscura que iba en perfecta armonía con su corpulento cuerpo y esa oscuridad en la que había sumergido a Dico le recordaba su lampiña cara. Ni cejas se podían ver, ni pestañas. Era solo un cráneo recubierto de carne, carne ligeramente arrugada, incrustada con un par de ojos y perforada con el resto de agujeros necesarios para hablar, escuchar y respirar. Era una cabeza limpia y siniestra, como su voz. Aunque estaba sentado, su cuerpo corpulento destacaba. De hecho parecía que la silla era ligeramente más grande que las dos que tomaron Eric y Dico. El cuerpo encajaba a la perfección en dicho lugar. Tal vez cuando él no estuviese ocupándola dos personas larguiruchas como Eric cabrían cómodamente, pero con él sentado no se podía introducir ni un cabello más. Tal vez por eso no tenía cabello, se lo había rapado para poder usar la silla. —Háblame hombre —dijo suavemente y clavando la mirada en el cuerpo de Dico. Sus ojos saltaban de un miembro a otro, descansaban un par de segundos en los ojos y seguían inspeccionándolo. Era una mirada profunda, agobiante. No era como sentirse desnudo, era como sentirse atado. No porque no pudiese escapar de esos ojos, sino porque su simple presencia ahuyentaba cualquier deseo de huir—. Quiero ver esa habilidad, aquí mismo. Ahora. —Oh jefe, usted tan directo. Déjeme ir por las jeringas. Iré por una. O por dos, o por tres. O ¿cuántas traigo jefe? Sí, jefe, cuántas jeringas debería yo de traer para usted. No, digo, jefe. Las jeringas no son para usted, son para Dico. Dico, mi amigo. Dico que conocí hace poco. Dico a quien le dije mi nombre y luego el me dijo su nombre y así fue como supe que se llamaba Dico. El corpulento hombre esperó pacientemente a que finalizara la verborrea y en respuesta alzó un dedo. —Mira hombre —continuó mientras sujetaba las jeringas que Eric había traído—. Yo sé que conoces esto. Te encantan. Quiero que la tomes con tus manos o con tus pies, no sé realmente como lo hagas. Quiero que me inyectes. Quiero verte haciendo lo tuyo. Dico se revolvió en su silla, se apretujó como un gato en el frío. —¡Vamos hombre! —retumbó el lugar con su voz. Dico nunca había escuchado que una voz tan grave pudiera gritar de esa forma y hacer estremecer las paredes de un lugar. Tal estruendo solo hizo que saltara de su silla y tomara la jeringa sin pensarlo. Solo quería salir de ahí, no quería nada que ver con todo eso. Ni con hombres feos ni con personas capaces de romper todos los cristales de una iglesia simplemente con la voz. —¡Inyéctame, hombre! ¡Inyéctame! —continuó la enorme y oscura voz. Al fin Dico hizo lo que mejor sabía hacer y penetró la gruesa piel con una aguja tan fina e insignificante que la ausencia de piel rasgándose hizo sentir incómodo a Eric. Dico, en un movimiento rápido inyectó el transparente líquido y extrajo la aguja. Se sintió más ligero, olvidó que había dejado su asiento y acercado al hombre que tanto terror le provocaba, había olvidado el lugar en el que estaba y como había llegado. Para él todo se comprimió en ese momento en el que extrajo la aguja. —Esa es la cara, esa es la cara que quiero ver en mis hombres —continuó la voz con un tono más pausado y tranquilo—. Tú disfrutas mientras lo haces, no lo haces por hacerlo, por ordenes, por dinero o por otro fin. Haces lo que te gusta y no puedes evitar disfrutarlo, eres bueno en ello, no, no solo bueno, eres tal vez el mejor. Dico tomó asiento nuevamente en un estado de consciencia suspendida mientras se recuperaba del éxtasis. —Sí. De ahora en adelante eres uno de mis hombres. Vamos Eric, quiero que te lo lleves de vuelta, que descanse. Hoy ha visto muchas cosas. Ha experimentado algo familiar en un ambiente tosco y diferente. Nada sienta mejor que tu propia cama después de un día así —hizo un rápido ademán y Eric tomó, como de costumbre, el brazo de Dico. —Después de eso hicimos el mismo largo recorrido para volver a mi casa. Eric no hizo nada más y se fue en la camioneta negra. Pasaron varios días como si nada, en todos esos días no salí de casa ni una sola vez. No me sentía tranquilo. Como a la dos semanas esa camioneta negra volvió y fue cuando sucedió. Fue el primer caso, fue la primera vez que maté a alguien. Los murmullos en la corte pasaron a ser bestiales voces que iban desde el asombro hasta el repudio. El juez hizo lo acostumbrado y con un par de estruendos en la madera hizo calmar las voces. Después invitó al acusado a proseguir con su historia. —No lo hice conscientemente. Sé que no tiene caso decirlo ahora, pero me engañaron, yo no sabía lo que tenía jeringa. —Entonces confiesas haber asesinado —dijo el juez serenamente. El largo juicio había hecho mella en su capacidad como profesional para seguir los lineamientos de un juicio ortodoxo. —Así es. De nuevo la sala se vio bañada por olas desbandadas de todo tipo voces. Entró a la casa con un paño entre las manos, ese simple trozo de tela acariciaba constantemente sus manos. Se las relamía sin parar. Parecía un extraño ritual de higiene, como si recientemente hubiese tocado una sustancia tóxica. —Oh, este es el nuevo muchacho. Dame tu nombre, déjame guardarlo en esta cabeza tan dura como lo es mía —dijo el hombre de saco mientras tomaba asiento en la estrecha cocina. El dueño de la casa le siguió el gesto. No se sentía del todo cómodo y la presencia de Eric, un extraño más en su territorio, no ayudaba demasiado. —No se preocupe, estoy seguro que su nombre nunca se le olvidará. Solo piense en un pico, como hago yo, así es como logro recordarlo, pensando en un pico. Aunque también lo recuerdo porque es mi amigo, aunque no debería decir que lo recuerdo porque, al ser mi amigo, realmente nunca lo olvido. Porque es mi amigo. Y algo tan cercano a uno… —¡Basta! —exclamó mientras hacía temblar la sencilla mesa de madera—. Dejemos las presentaciones para después, mejor cortemos el pastel de inmediato. Verás, hombre cuyo nombre desconozco, tengo un pequeño trabajo y sé, sé muy bien que tú y toda esa ralea son buenos para encargarse de ese tipo de tareas. »Verás, yo estuve casado. Yo estuve casado con una dama cuya silueta, tan curva y tan perfecta, era solo comparable en belleza y magnificencia a la proporción áurea. Pero esta mujer, que no solo resultaba un placer a la vista, decidió engañarme. Y, bueno, realmente no me hubiese molestado porque aquel que se atrevió a probar esas caderas descansa ahora en múltiples basureros. Algo asqueroso, no querrías verlo, o tal vez sí, me han contado que eres muy especial. Pero, oh eso es lo interesante, esta mujer no solo se atrevió a engañarme y mentirme al respecto, sino que hizo algo terrible. Algo tan espantoso que aun siento como un frío invade mi cuerpo cuando pienso siquiera en ello. »Verás, nombre-desconocido, yo soy una persona que come lo que sea, hace lo que sea y disfruta de lo que sea. Nada me mueve, nada me hace del todo feliz, pero tampoco triste. No me aburro ni me emociono. No siento lo que otros sienten al salir de sus casas rumbo a la playa o algún lugar turístico con un grupo de amigos. Pero, y siempre hay uno, hay algo que realmente me hace sentir vivo. Hay algo que me encanta. Es algo sencillo, algo que veo todos los días. Algo que se levanta triunfante en las pantanosas ideas que descansan en mi mente. Es un estímulo, un simple estimulo visual, es algo que me encanta ver. Esos colores bañan mis ojos de una luz como no lo hace otra. Ni siquiera el amanecer o la pacífica vista de un paisaje nevado me llenan como lo hacen mis orines. Ese brillante color, ese impredecible amarillo, esa suave transparencia. No hay orina como la mía. »Tengo frascos y frascos con mi propia orina. Cada gota no es especial, no soy lo suficientemente digno, pero las ocasiones en que con todo placer secreto poco más de un litro de ese líquido de brillo perlado, la atesoro y la guardo. Mis frascos están ordenados dependiendo de la presencia de amarillo en la orina. Todos los orines, incluso los más puros, tiene un pequeño brillo de Sol, todo ellos. No me explico porqué, tal vez esa sea la razón por la que me hechiza con tanta fuerza. Solo sé que cada gota brilla como nuestro Sol desde el mediodía hasta la medianoche. —Hablas más que yo… —a este rápido comentario de Eric le siguió el acto aún más veloz del hombre del pañuelo. Ni siquiera había juntado los labios nuevamente cuando unos gruesos nudillos se incrustaron en la cara del hablantín y lo mandaron, con todo y silla, al otro lado de la habitación. Dico seguía dándole vueltas al mar de palabras del excéntrico personaje. —Pero un día —continuó mientras se limpiaba el puño con su pañuelo—, uno de mis maravillosos momentos en el baño fue arrebatado por un color. Un color que no debería de estar ahí. Un color que nunca puede acompañar el blanco del retrete. Un color tan alejado del baño como lo es la electricidad de la comida. El hombre hizo una pausa y continuó: —Azul. Un horrendo azul. Un azul vivo, pero no como el del agua, el del mar o de la vida que éste alberga. Un azul nítido, tan horrible que recuerdo como se comía el brillante color de mis orines y me provocaba nauseas. Después de recuperarme revisé el retrete, pensando que sería cuestión de una simple descompostura, y aunque se trataba de una, esta no yacía en las marmoleadas y límpidas paredes de aquella habitación, yacía en la mente de esa mujer. En la retorcida cabeza de aquella silueta. »Al poco me enteré de que se trataba de uno de esos productos para la higiene del baño. Uno de esos desinfectantes de tan artificial color. Tú sabes de que hablo. —No —musitó Dico. —Uno de los mayordomos había colocado semejante insulto a la naturaleza y la pureza en mi baño —continuó el hombre haciendo caso omiso—. Todo se arreglaría con simplemente deshacerme de tal persona pero, aunque fue su culpa, solo recibió ordenes de esa mujer. Esa mujer que alguna vez vivió conmigo. Ella, ella me arrebató ese momento dorado en el baño. »En todo caso, hombre cuyo nombre desconozco, quiero que, tú sabes, quiero que me traigas a esa mujer. Esa dama que solía inspirarme, quiero que me la traigas. —P… pero —masculló Dico. —No te preocupes, tú no tendrás que cargar con ella ni hacerla de mensajero. Solo tienes que hacer lo tuyo con las jeringas y un potente somnífero, esas maravillas de la ciencia. Aquí tu compañero y sus conocidos se encargarán del transporte. Sé que eres nuevo, así que no te preocupes, solo haz lo tuyo, ve a casa y olvídate del resto. ¿Verdad Eric? —Claro, amigo mío… —Por favor, no hables. Solo asiente con la cabeza cuando me dirija a ti —dijo finalmente mientras volvía a frotar sus manos contra el pañuelo blanco. Con la misma facilidad con la que entró a casa ajena, se retiró. Y después de un par de palabras huecas provenientes de Eric, éste también se retiró. —Aunque fue la primera vez, todo fue muy rápido. Y bastante común. Yo haría mi trabajo en una fiesta. Sí, una fiesta en una gran mansión. Esta gente parece organizar pomposos eventos solo cuando alguien está destinado a morir en el entretanto o marcar el final de la fiesta. —No divague por favor, si este juicio se prolonga más tendrán que buscarse otro juez —dijo el hombre del martillo de madera, con el semblante agotado y el cansancio brotándole por cada poro. —Me recogieron a la hora prometida —continuó Dico, hablando un poco más rápido— ellos traían mi traje… —Te dije que sí podías enfundarte el traje y los zapatos en el automóvil —exclamó Eric mientras le ajustaba la corbata a Dico—. Entre menos gente sepa que tienes que salir tan bien vestido de tu casa mejor. El lavado de cara le sentaba bien a Dico. Aunque el solo se sentía incómodo y no tenía idea de como lucía porque en la camioneta no había espejos en el asiento trasero además de que ahora había tres personas sentadas. El lugar hacía parecer la noche un berrinche de la naturaleza. Aún detrás de los cristales polarizados de la camioneta la luz irradiaba con tal fuerza que obligaba a los párpados a entrecerrarse. Era una mansión moderna con pequeños toques victorianos, un gran patio al frente tapizado de un verde apagado con un simple pero elegante camino rompiendo la monotonía. Dico, Eric y las otras dos personas que iban en la camioneta se bajaron en la entrada mientras el chofer, el mismo que había visto Dico la primera vez, se llevó el automóvil. No se sabía si fue a estacionarse o simplemente abandonó el lugar. Fueron recibidos por un salón enorme repleto de personas vestidas para la ocasión. Desde mujeres adornadas con pomposos vestidos hasta caballeros luciendo el filo de sus negros trajes. Parecía una fiesta inglesa. Con la misma deferencia del lugar, un mesero se acercó al trío y les ofreció una copas. Dico sabía que no estaban ahí para disfrutar del fulgor de la fiesta ni de las oportunidades de la noche. Aceptaron las copas con amabilidad y se abrieron paso. Se separaron y comenzaron a buscar. El único que no se movía con destreza por el lugar era Dico. No solo no conocía el lugar, sino que estaba rodeado de desconocidos. El sonido de las copas, las risillas inocentes y las charlas vacías rompían sus tímpanos. Al poco, uno de los hombres que venían en la camioneta se acercó a Dico y le señaló donde estaba la víctima. Eric y el mismo se encargarían de vigilar el lugar y llevarlos a un lugar no tan concurrido. O al menos, con menos ojos sobre ellos. Las rápidas clases de Eric sobre como tratar con una dama de la clase alta, hacerla sentirse cortejada para que bajase la guardia y llevarla de un lugar a otro con ligeros gestos se veían inútiles ante peculiar espécimen humano. Elmira, como se había presentado hace unos minutos, era una mujer de mundo, experimentada en el arte de la sociedad y parecía saberse cada uno de los trucos de Dico que, en su defensa, no había hablado con una mujer en años. Se había acercado a ellas, incluso las había inyectado, pero nunca había tenido que hablar. El ambiente provocaba que Dico pareciese un ovillo de nervios, manos temblorosas y paso inseguro. Aún así, con ayuda de Eric, lograron llevar a la dama en cuestión a un lugar apartado. Era un balcón de la mansión, el lugar no se encontraba tan iluminado y la noche hacía de las suyas en cada esquina. —Eres adorable —dibujó la mujer con una sonrisa sincera. Dico solo pudo ver su vista nublada en respuesta a aquel comentario. Elmira dejó la copa a medio vaciar de vino en el descanso del balcón, se acercó a él lentamente mientras el frufrú de su innecesariamente pomposo vestido aterraba al ya muy abatido hombre de las agujas bajo el traje. —Y dime, cómo te enteraste de esta fiesta. Para haber venido tienes que ser conocido de mi padre o andar en los mismos negocios que él. —Eh… yo… —Háblame de ti. Solo sé que tienes a un par de sirvientes bastante competentes como para haber logrado sacarme de la fiesta y haberme apartado tanto de los invitados —continuó Elmira mientras sus ojos relamían el cuerpo de él—. Al menos dime tu nombre. Quiero probar tu nombre en mis labios. —D… Dico. —Dico —repitió con suavidad la mujer—. Como si fuera un cisne se acercó a su cuerpo, él podía sentir su respiración. Con cada segundo que pasaba cerca de esa mujer y sus extraños gustos por los hombres, se olvidaba lentamente de su misión. Respiró profundamente, tan profundamente que Elmira se alejó sorprendida. —Veo que tienes una forma bastante peculiar de prepararte —susurró mientras su cuerpo serpenteaba en dirección al de Dico— Vamos, ésta es mi mansión, sé de un par de habitaciones donde estaríamos más cómodos. Dico abrazó a la mujer sin previo aviso. Fue un abrazo fuerte, sin amor, un abrazo entre conocidos. El maniático de las agujas no conocía otro tipo de afecto. Mientras la mujer se hundía entre sus brazos aprovechó para sacar una jeringa que traía bajo la manga. Besó torpemente su cuello mientras ella se hundía en el extraño cortejo, confundida pero perdida, Dico aprovechó para inyectar el sedante. En unos segundos el abrazo había terminado y Elmira yacía en el suelo. —Qué mujer tan fácil —dijo Eric mientras se colocaba unos gruesos guantes y levantaba el peso muerto. —Nosotros saldremos por otro lugar. Tú necesitas ir de vuelta a la fiesta. Da un par de vueltas por ahí, bebe algo, intercambia un par de palabras con alguien más. En 25 minutos la camioneta te espera afuera. Retírate con toda naturalidad —dijo el otro hombre. —Ese fue mi primer trabajo. Realmente no lo pensé mucho. ¿Por qué querría dormir a la mujer que lo traicionó? Obviamente la quería muerta. Y yo hice el trabajo sucio por él. »Después de eso se volvió algo rutinario. Una o dos veces por semana recibía la visita de Eric, a veces venía acompañado, a veces solo traía un teléfono de linea cifrada especial. Los clientes no siempre eran tan abiertos como el primero, algunos me contaban sus historias, muy largas algunas de ellas, otros solo me indicaban donde podía encontrar a la víctima, como lucía, entre otro detalles. Esto último normalmente era trabajo de Eric, quien me pasaba el teléfono, intercambiábamos un par de palabras y luego él memorizaba todos los detalles. Nunca apuntaba nada. A veces salíamos de inmediato, otras era una cuestión de esperar. Muchas veces llegaron por mí a medianoche, hacía el trabajo y en menos de una hora ya estaba de vuelta en cama —hizo una larga aspiración y barrió nuevamente la sala con la mirada. Todos lo escuchaban con ansias, algunos con curiosidad, incluso algunos estaban ahí disfrutando de la historia como si se tratara de un cuento para niños. —No, por supuesto yo no me enteré de inmediato de lo que realmente le estaba haciendo a las víctimas —respondió el acusado a la pregunta del fiscal—. La primera vez, como ya había mencionado, pensé que simplemente había dormido a esa mujer. No sé cuando fue que me enteré, pero si sé que fue un par de casos después de haberme acostumbrado. Recuerdo que en ese momento Eric se acercó a mí y me abrazó. No sé si pensó que me volvería loco, que estallaría de rabia o de alguna otra cosa. Pero sí recuerdo que su abrazo me ayudó a sentir un extraña tranquilidad. En ese momento no pensé en el número de personas que ya había asesinado, simplemente pensé en lo bien que me sentí al finalizar cada caso, al cumplir con cada tarea. Y vi, por primera vez, que esas personas me necesitaban. Era una herramienta, pero a fin de cuentas me necesitaban. Y, al menos, sabía que Eric no me consideraba una herramienta como tal, el sí se preocupaba por mí. —Este tal Eric que ha mencionado repetidas veces en su relato ¿Es un seudónimo para el jefe de la organización? o ¿Se trata de otra persona? —cuestionó en tono llano el fiscal. —Es, como él decía, mi amigo. El silencio corto las últimas palabras de Dico y rellenó la sala. El fiscal se giró hacia el abogado, el juez intercambió miradas con estos y la lenta marea de murmullos empezó a llenar la sala. —Déjeme elaborar en el tema —continuó el fiscal mientras se acercaba al banquillo, mirando entretanto al juez—. ¿Este tal Eric formaba parte de la organización? —Sí, el formaba parte. —¿Entonces por qué no hemos encontrado a nadie que responda a ese nombre? Los tenemos a todos, desbaratamos el lugar. Dígame, señor Dico ¿dónde diantres está ese tal Eric?. Porque, si de algo estoy seguro, no está detrás de las rejas. El acusado respiró lentamente. El aire en la sala latía nerviosamente con el corazón de todos en ella. —Eric. Oh, Eric. Un hombre tan extraño, y mi único amigo. Sé que a el no lo atraparon. Y no pienso encubrirlo, no tiene caso. Su paradero está relacionado con el último caso. Todo empezó con una llamada, extraña, pero lo normal en el negocio. Nunca creí que ese hombre nos metería en tantos problemas… —Hay un par de cosas que tienes que saber —exclamó la voz que provenía del auricular— son 15 personas en total. —Entiendo —Dico movía la cabeza arriba y abajo como si tuviera a esa persona enfrente. Últimamente usaba mucho el teléfono, era el medio favorito de los clientes y solía hacer los mismos gestos cuando tenía a alguien enfrente. En momentos así Eric solo sacaba una que otra risilla. —Y tienes solo dos horas. Porque ninguna de esas personas puede saber que el resto está siendo atacada sin echar todo a perder. —Ya veo. —Con ayuda de tú, digamos equipo, logramos encontrar un lapso en que estas personas estaban al alcance de un posible asesino. Es lamentable que sean solo dos horas. Digo, tienes que deshacerte de uno y en pocos minutos tienes que estar en un lugar completamente diferente listo para tomar al siguiente. —Sé que es una tarea difícil, pero confíe en nosotros —Dico sintió como su boca lo abandonaba al pronunciar esas palabras. Sus labios se sentían como los de alguien más. No se dio cuenta cuando empezó a hablar de la organización como si formara parte de ella. Como si fuese una empresa para la que estuviese orgulloso trabajar—. La completaremos en esas dos horas sin ningún error. Un bufido vino del otro lado de la linea. —Hay un par de cosas que tienes que saber, me caes bien. No te conozco y no me conoces, pero me caes bien. Ahora pásame con el que estaba hablando hace rato. Eric movía la cabeza arriba y abajo, un par de débiles pero firmes «sí». La llamada se prolongó un par de horas, Dico ya se había acostumbrado a tener esa clase visitas, sin avisar, por parte de su larguirucho compañero. A veces traía un par de hombres vestidos de negro, el chofer de la camioneta siempre estaba ahí, pero rara vez soltaba el volante. Esta vez parecía una fiesta de solteros. Había unas siete personas repartiéndose entre la angosta cocina y la sala. Todos guardaban silencio, sus exhalaciones estaban sincronizadas con la llamada que Eric sostenía tan cuidadosamente. A pesar del rumor, Dico iba y venía de una habitación a otra como si no hubiese nadie en casa. «Tengo que lavar la ropa» se decía a sí mismo. «Tengo que lavar los platos» le espoleaba en la mente. Iba y venía, desentonaba con el resto de las personas ahí, en su propia casa, pero no le importaba. «Una cosa es mi trabajo y otra muy diferente mis tranquilos momentos en mi casa» era lo que solía pensar cuando se enteraba de un nuevo trabajo. —Amigos, mis queridos amigos —exclamó Eric mientras cortaba la llamada y depositaba el teléfono en la mesa de madera— ya hicimos una parte del trabajo y no hemos recibido nada de dinero. Y todo va como esperado porque desde un principio acordamos con el cliente que el pago sería cuando todo estuviese listo. —Como bien saben —prosiguió mientras alejaba su trasero de la silla— son quince personas, son quince personas. Sí —se aclaró la garganta— son quince personas. Es el momento de mi amigo, Dico, ahora es cuando terminaremos este trabajo con tu ayuda. Y tú participarás en la parte final de este trabajo Dico, mi amigo, porque solo tú eres capaz de mandar a quince personas al otro mundo en menos de dos horas. —No se tolerará ni un solo retraso como anteriormente, así que más vale que estés completamente preparado —dijo el chofer de la camioneta negra mientras se ajustaba los guantes de cuero. Era el día y hasta esa misma mañana Eric había estado repasando los detalles una y otra vez con Dico como un taladro intentando penetrar un muro absurdamente duro. Aún así él se los aprendió todos y se preparó. Esta vez colocó muchas más jeringas dentro de su saco y en los bolsillos de su pantalón. Incluso, llevaba un par de pequeñas bolsas ajustadas al cinturón con las inyecciones listas. Eric llevaba todo el día en la casa, hablando y hablando, llevándose jeringas listas a la camioneta. «Un respaldo no está demás» había dicho, y ciertamente no estaba mal pensó Dico. Comieron algo sencillo y se dirigieron a la camioneta. En treinta minutos comenzaría la operación y la emoción empapaba a Dico mientras veía el paisaje moverse desde detrás del carbonizado cristal del automóvil. No habían llegado al primer lugar cuando la camioneta se detuvo en seco y, después de subirse una persona rolliza, arrancó con la misma velocidad. Unos movimientos apretujados después, Dico se dio cuenta que se trataba del jefe. La sorpresa lo embriagó a lo que el jefe solo pudo agregar: —Así es muchacho, yo también voy a participar. Su gran cuerpo cabía con dificultad en el asiento trasero. Con Eric a lado y Dico en medio, parecía que alguien había empaquetado un montón de ropa en una maleta muy pequeña. —No te preocupes muchacho —continuó— aunque sé que es una operación que requiere todo nuestro personal y nuestro cliente es alguien que no conozco cara a cara, sí sé que se trata de alguien de confianza —dijo con esa gruesa voz tan distinguida. Aclaró la garganta y después de la pausa continuó—. Como ya te habrán dicho, es alguien con un historial limpio. De cuando en cuando nos pide uno que otro trabajito, siempre ha pagado al final. Siempre. Dico solo pudo afirmar en silencio hacia la voz que tanto lo había abrumado en el pasado y a la que ahora guardaba cierto respeto. —Bueno, muchacho, aquí me apeo yo —dijo mientras la camioneta se detenía de golpe—. Seguramente nos vamos a ver en las siguientes dos horas, pero no podremos platicar sobre el día y la noche, sobre las películas que disfrutamos y las historias que odiamos, porque estaré muy ocupado distrayendo grandes personas y dirigiendo toda la operación. Así que ese tipo de cosas las haremos otro día. Después de esto tendremos una fiesta en tu honor. Así es, premio a mis hombres cuando hacen algo grande y espectacular. El resto del viaje no tuvo más sorpresas ni encuentros con viejos conocidos y al fin llegaron al centro de una ciudad. No era en la que Dico había vivido toda su vida adulta, era una ciudad diferente, más grande e industrial, capital del comercio local. No era la primera vez que viajaba por un trabajo pero nunca se había bajado de esa camioneta para hacerla de turista y maravillarse con los caminos de acero y los grandes edificios moteados de ojos cristalinos. Casi era un rutina para él, se subía a la camioneta, oteaba el camino durante un par de horas, llegaba a cierta casa, entraban con toda tranquilidad, una inyección aquí, tal vez otra allá, se subían de nuevo a la camioneta y unos kilómetros después ya estaba de vuelta en su casa. Y parecía que esta vez no sería muy diferente. La primera víctima fue muy similar al resto de sus trabajos. El chofer se perdía en el laberinto de la ciudad hasta que llegaba a una zona residencial bastante urbana, entraba a la casa y salían con un cuerpo. El segundo caso fue algo más brusco. Después de cruzar media ciudad, o al menos eso le pareció a Dico que veía como la adrenalina se iba con la gasolina de la camioneta, y con Eric hablando todo el rato, llegaron a unos departamentos en una zona adinerada. Se detuvieron de golpe y Eric cambió rápidamente de tema. —Ahí está —Señaló a una persona vestida de traje blanco y brillante adornado con una ostentosa corbata celeste—. No queremos llamar la atención de los vecinos, en especial porque sabemos que muchos aquí tienen contacto con las otras personas en la lista, y si alguno se entera todo el trabajo se viene abajo. Dico nuevamente asintió en silencio mientras estudiaba los movimientos de su víctima, con cada nuevo trabajo aprendía más de las personas y sus puntos ciegos. Había encontrado que hasta el más simple movimiento le permitía asestar su fino golpe sin que el inyectado se diera cuenta, o al menos lo hiciese demasiado tarde. El chofer se quedó en la camioneta, Eric partió rumbo a los apartamentos no sin antes haber dejado instrucciones a Dico de cuando debía actuar. El hombre de traje blanco y mirada altanera se vio interceptado por el larguirucho. —Yo sé que puede estar interesado en los servicios de nuestra organización —balbuceó rápidamente Eric, si se hubiera dedicado a los negocios ciertamente habría triunfado porque tenía el tono y labia perfecta para hablar como todo un vendedor de automóviles. —No, por favor, y aléjese de mí, está demasiado cerca —espetó el hombre mientras resoplaba y aceleraba el paso en dirección al edificio de departamentos. —Disculpe, perdone. Yo sé que puedo parecer algo insistente, tal vez sea porque usted no me conoce, pero yo lo conozco muy bien. Solo quiero hablar. Si me invitase a pasar, aunque sea por unos minutos, estoy seguro que podremos llegar a un acuerdo. —Pero a mí no me interesa lo que pueda vender o no. —Yo sé que sí le interesa. Ya le digo, lo conozco muy bien, y eso se debe a mi organización. Tenemos unos servicios que personas de, eh, su costura pueden agradecer en situaciones algo apretadas. Eric se había acercado nuevamente al rostro de su interlocutor y éste podía percibir un fétido aroma. En el entretanto, Dico observaba la escena desde una distancia segura. Sabía que lo de su compañero era solo una actuación para hastiar a la víctima y hacer que bajase su guardia. A la señal saldría corriendo en dirección a la escena con una jeringa en mano, penetraría la piel y mientras la sustancia irrigaba todo el cuerpo se llevarían al moribundo a bordo de la camioneta. Aunque «llevarían» era un decir ya que Eric podía cargar uno o dos cuerpos sin mayor dificultad. —Le advierto, aléjese de mí —dijo tajante el refinado hombre—. Dice usted conocerme pero si lo hiciera realmente sabría que no debe acercarse tanto. —Entiendo. Hablemos con tranquilidad, amigo. ¿Somos amigos? En el acto el hombre desembolsó un teléfono celular de la chaqueta y mientras se alejaba a paso apresurado en dirección contraria al edificio marcó un número. Dico sabía que no podían permitir eso, si advertía que estaba siendo perseguido, las probabilidades de que el resto de las personas en la lista se resguardaran aumentaba y toda la operación se vendría abajo. —No, no —dijo el chofer de la camioneta mientras encendía el silencioso motor y hacía vibrar todo el vehículo. Eric salió corriendo enfilado hacia la camioneta mientras ésta aceleraba y al fin embestía contra el hombre de traje blanco en medio de la calle. Con gran rapidez, Eric recogió el celular que había salido disparado y había aterrizado más adelante en la calle y de vuelta hacia la camioneta recogía el magullado cuerpo. —Inyéctalo ahora —dijo mientras se subía a la camioneta a toda prisa y ésta arrancaba dejando la escena atrás. El viaje en el asiento trasero con una persona recién atropellada no fue precisamente lo más relajante del mundo, y Dico ciertamente se sentía incomodo. Había matado a cientos de personas pero nunca lo había hecho violentamente, de hecho, no había visto sangre hasta ahora y mucho menos había tenido que convivir con su víctima después de terminar el trabajo. Pero tuvo que aguantarse cualquier comentario, aunque el interfecto tuviera un par de costillas descubiertas debido al fuerte golpe. —«Creo que la inyección era innecesaria» —pensó mientras veía con repudio como la sangre brotaba del torso. —Apenas el segundo y ya tuvimos que acudir al plan B —dijo el chofer mientras mantenía la mirada fija en el camino—. Parece que no alcanzó a hacer la llamada. —Aunque no sabemos a quien iba a llamar —interrumpió Eric. —Irrelevante. En esa organización la información vuela, si alguien se entera de algo, los otros catorce cabecillas lo sabrían en cuestión de minutos. —Bueno, bueno. No importa, lo hicimos, lo tenemos, aquí está, muerto y sangrando, eso es todo. Incluso tengo su celular —revolvió su ropa—, sí aquí está. Podemos verificar si llamó a alguien o si alcanzó a contestar. Después de revisar el historial y verificar que ninguna llamada se había efectuado recientemente, continuaron con la misión. Todo fue muy similar al primer caso, iban a una mansión, a un edificio de departamentos, interceptaban a alguien, lo distraían y Dico hacía lo suyo. Todo fue sin mayores complicaciones hasta el séptimo caso, cuando Dico pisó por primera vez un puerto. Esta vez había más personas en la escena, incluso un helicóptero que embriagó a Dico con su vista. Era un puerto de carga enorme, entre las grandes cajas de metal había un par de camionetas. Por alguna razón la gente rica prefiere las camionetas. Y cada una de ellas adornada por un par de guardaespaldas o al menos eso inspiraban con sus lentes oscuros y sus facciones toscas. Las hélices del helicóptero hace mucho que se habían detenido, debajo de ellas un par de hombres con maletines en mano intercambiaban palabras. —Ahí está Dico —dijo el chofer—, vas a tener que inyectar a esos dos, no puedes permitir que ninguno haga llamadas o alerte a alguien más de alguna otra forma. —¿Y tengo que pasar por entre todos esos guardaespaldas? —exclamó Dico con el corazón envuelto de sudor. —No te preocupes, recuerda lo que te dijo el jefe. Todos estamos implicados en este trabajo. Los nuestros llegarán para mover las cosas un poco. Tú entrarás en la confusión —Hizo una pausa para darle peso a sus palabras—. Más vale que aproveches, porque solo habrá una oportunidad. Como si hubiese sido una orden, el jefe apareció en el otro lado del muelle acompañado de siete personas visiblemente armadas. Todos los guardaespaldas bajaron rápidamente de los automóviles. El aire en la escena se volvió más denso. —Mira nada más con quien me encuentro aquí —exclamó el jefe mientras caminaba con paso quedo en dirección a los hombres de maletín—, hace mucho que no te veía al aire libre. —Tendrás que disculpar mi rudeza, pero no tengo idea de quien eres —contestó uno de los hombres mientras le daba el maletín al otro. —No te preocupes. No me molesta. En lo absoluto —dijo con su profunda voz, acentuando la última parte—. Realmente nadie tiene idea de quien soy. Incluso yo mismo me maravillo con cada día que paso conmigo mismo. —Sí te salió lo filósofo —Ambos estaba el uno frente al otro, con un metro de distancia entre ellos y un grupo de guardaespaldas a cada lado—. Verás, en este momento estoy haciendo negocios importantes. Así que agradecería que te largaras. —Oh, pero yo también quiero jugar. Hagamos negocios, aquí, juntos, entre los tres. Sé que tu querido socio allí atrás estaría gustoso de ver a alguien más en la ecuación. —Creo que no entiendes, gordinflón, te quiero fuera. Ahora. —No me digas ¿tienes algo de prisa? —Hizo una pequeña pausa mientras se ajustaba las gafas oscuras—. ¿No será porqué tienes que atender una reunión muy importante con catorce de tus queridos socios?. —Veo que sabes muchas cosas que no deberías de saber —Hizo un gesto con la palma de la mano y de inmediato todos tuvieron un cañón apuntando a la cabeza del otro, excepto el jefe, el era el único que seguía con la misma oscura calma de siempre. Ese humor tan tranquilo pero alejado que mantenía todo el tiempo. Las balas llegaron como el terremoto, sin previo aviso y con bajas casi inmediatas. En ese mismo instante el ruido era abrumador pero él sabía que había escuchado a Eric gritarle «ahora» pero el miedo congeló a Dico. Nunca había tenido que arriesgar su vida en un trabajo. Su compañero siempre lo preparaba todo para él. Era la primera vez que se tenía que ver entre armas, actuar con rapidez y salir vivo de ello. Eric lo tomó del brazo y a cuestas lo sacó de la camioneta. Rodearon los grandes contenedores de metal que veían sus superficies marcadas por agujeros de bala. Dico sabía que Eric le estaba dando instrucciones pero el miedo no lo dejaba escuchar claramente. Solo podía ver como la oscuridad invadía su visión y los músculos le traicionaban. Era como un sueño. —¡Reacciona, amigo! —le gritó desesperadamente. Lo intentó una vez más con una bofetada, lo que aparentemente puso a Dico nuevamente en el planeta. —El helicóptero no puede elevarse con tantas balas de por medio. Si el piloto sabe lo que hace ni siquiera va a intentar encender el motor, los tiros solo harían que se viniera abajo. Dico, aturdido, solo afirmó con la cabeza y los labios sellados. —Tu objetivo está dentro del helicóptero. Entra ahí e inyecta a los dos. Ninguno ha hecho una llamada porque están ocupados con los disparos. Tenemos a muchos hombres disparando a la cubierta del helicóptero solo para mantenerlos distraídos. Hizo una pausa para darle peso a sus palabras. —Escúchame amigo, escúchame bien Dico. Respira hondo, tranquilízate, ignora el resto. Solo concéntrate en llegar al helicóptero, yo me encargaré que ninguna bala llegué a ti. Te lo prometo. Después de una pequeña pausa para aclarar las ideas, Dico al fin marcó con su rostro que estaba listo para hacerlo. Navegaron juntos entre los contenedores, de cuando en cuando Dico se giraba para ver como se encontraba su compañero pero este le remarcó que no se preocupara por nada. —No quiero que en ningún momento vuelvas la mirada. Apunta al helicóptero, solo piensa en eso. Después de un par de minutos que a Dico le parecieron horas, se acercaron lo suficiente al helicóptero como para poder entrar a él en un solo movimiento. Eric estaba sudando, Dico lo notó pero no dijo nada. También percibió los roces de bala que tenía por todo el cuerpo y como sangraba, pero Eric no se quejó ni una sola vez. Estaba a su espalda, con la mirada saltando de un punto a otro, analizando cual sería el siguiente punto de mira de los tiradores. Le había prometido que ninguna bala llegaría a él, pero no sabía hasta donde era capaz de llevar aquello. Respiró todo el aire a su alrededor en una inhalación que buscaba tranquilizarlo y, a la vez, encontrar en ese fluido una razón para saltar hacia un frío intercambio de balas. Saltó. Eric saltó detrás de él, sentía el calor de ese otro cuerpo en su espalda, sabía que lo estaban protegiendo. Y se sintió como un niño cuando subiendo a un colorido equipo de juegos en el parque percibía como las paredes a su alrededor lo protegían, se sentía a gusto. —¡¿Quién?! —espetó uno de los hombres que estaba dentro del helicóptero poco antes de que Dico inyectara el mortal veneno en el cuello. Ya no tenía que tener cuidado de que no lo notaran, así que lo hizo bruscamente, parecía un estudiante de medicina en su primer día. Aún así, terminó rápidamente y dejó la aguja colgando de la carne de ese nuevo cadáver vestido de traje. De inmediato hizo lo mismo con el otro sujeto que se veía fuertemente maniatado por Eric. El piloto se giró pero vio su cabeza puesta en su lugar por un golpe seco. Con una seña por parte de Eric, Dico también lo inyectó. Salieron del helicóptero. Eric barría el escenario con la mirada, estaba buscando al jefe, necesitaba hacerle la seña acordada para retirarse de inmediato y seguir con la misión. Pasaron unos minutos cubiertos tras un contenedor, Eric iba y venía, con el semblante cada vez más arrugado. —No te muevas de aquí, déjame buscar al jefe y nos largamos. Siguieron avanzando de vuelta a la camioneta mientras Eric se desviaba cada poco. Cuando al fin llegaron, estaban muy lejos del tiroteo, ninguna bala los podía alcanzar, estaban con el chofer que no se había movido de su lugar. Pensaba en Eric. No se encontraba tan bien como hacía parecer, no sabía cuanto tiempo habían estado ahí afuera, pero él había recibido muchas heridas, tal vez no mayores, pero tantas a la vez estresa el cuerpo, tal vez tuviese fiebre. Y aún así continuaría con la misión. Los pensamientos de Dico saltaron de inmediato al jefe, seguramente estaría en un lugar alto, viendo como se desarrollaba todo de acuerdo a algún complicado plan, dando ordenes para reajustar todo de acuerdo al desarrollo. Con esa profunda voz suya, con su liderazgo absoluto. Dico lo había visto poco, pero sabía que con un simple ademán podía ordenarle a todo un ejercito lo que a un estratega le tomaría un par de horas de largas y tediosas explicaciones. Su tren de ideas fue interrumpido por la imagen de Eric subiéndose a la camioneta cabizbajo. —Vámonos de aquí —dijo sin energías, la voz le sonaba frágil y pesada a la vez. Dirigiéndose al chofer continuó—: Atropéllalos a todos, a todos ellos. Lo hicieron. Lo hicieron. Le dije que llevara un arma, al menos por esta vez. Se le quebró la voz. No lloraba pero Dico se sorprendió al ver que alguien como Eric podía siquiera llegar a sonar abatido por las lagrimas. —Nos retiramos de la misión, amigo. Dico abrió los ojos como platos y la mandíbula fue presa de la gravedad. «¿Cómo? ¿Así?» fue lo único que pudo pensar claramente mientras las imágenes de ellos preparando la misión en su casa, recibiendo instrucciones por horas y horas se agolpaban en su cabeza. La camioneta iba como bólido entre las balas. Se escuchaban arrítmicamente pequeños puntos de acero impactar contra una gran lamina mientras atropellaba a todo ser vivo. El chofer, con sus guantes y su rostro impertérrito, parecía practicar una danza con las manos y el volante cambiando el sentido de éste. El pavimento rechinaba, los gritos retronaban como voces lejanas y los cuerpos golpeando el capó de la camioneta invadían los oídos. Y todo calló. El silencio, como si tuviera unas tijeras, cortó de un simple tajo toda esa algarabía y postró su reino sobre Dico. Y con ello la imagen de aquel regordete personaje, aquel imponente ser, con sus gruesos brazos, su traje que solo lo hacía ver más magnánimo, tirado en el suelo, cubierto de sangre. Descansaba boca arriba. Eso fue todo lo que Dico pudo ver de su jefe por última vez. La camioneta siguió su camino, comenzaron a salir del puerto, a dejar los grandes contenedores atrás. Ahora el paisaje estaba cubierto de las tiendas de pesca, renta de botes y alguna que otra para comprar víveres. Dico miraba el vacío a través de la ventana. En sus ojos se había quemado la imagen de su jefe, muerto, vencido. Sintió una mano en su hombro, era Eric. Murmuró algo ininteligible. Dico no respondió. Eric comenzó a zarandearlo, seguía hablando pero su interlocutor todavía se encontraba en la balacera. Se acercaba lentamente al cuerpo de su jefe, sus rodillas se rendían ante la gravedad y se dejaba caer ante él. Los brazos como péndulos, la derrota en su rostro. Incapaz de pensar en otras cosa que no fuera en su jefe. No podía recordarlo, no podía ver imágenes en su mente de los pocos momentos que habló con él. No podía escuchar su voz ni su paciente y cariñosa cara cuando dejaba a Eric hablar sandeces. Solo estaba él, ahí en el suelo, con el traje manchado, los párpados cerrados, las piernas en un ángulo discretamente agudo. Los puños relajados. No había muerto luchando, Dico lo sabía, había caído tranquilamente. Se lo podía imaginar recibiendo el primer tiro y él, sin cambiar la expresión en su rostro, simplemente seguía caminando, un segundo tiro, y seguía, un tercero y cuarto balazo al corazón, y a pesar de ello no lloraba, no gemía de dolor, no odiaba a quien le hubiese hecho eso. Poco a poco dejó de caminar, hasta caer rendido por el estrés del cuerpo, apresurado y sufriendo por cerrar las heridas obstruidas por el frío metal. —¡Dico, Dico! —Alcanzó a oír, era Eric. Quién sabe por cuanto tiempo había estado exclamando su nombre—. Amigo, no quiero perderte a ti también. Vuelve Dico. Se giró e intercambiaron una mirada, al fin había vuelto. Iba a decir que se encontraba bien, pero las palabras lo abandonaron y solo pudo abrir la boca. —Escucha, hicimos demasiado ruido. Ya vienen los policías, escúchame bien amigo mío. No es la primera vez que sucede algo como esto. Pero si te atrapan, niégalo todo. Di que nosotros te secuestramos. Di que te queríamos vender como mano de obra… Y continuó. Se podían escuchar las sirenas a lo lejos. Por primera vez en mucho tiempo Dico se dio cuenta de que había estado cometiendo crímenes. Que era un enemigo de la sociedad y que tenía que huir de la justicia. —Ahí fue cuando nos atraparon —dijo Dico atribulado. Las lagrimas le habían resbalado desde los ojos hasta la barbilla mientras narraba la historia. —¿Está diciendo que esas fueron las dos últimas personas que asesinó? —Sí. Después de eso las patrullas rodearon la camioneta. Sabíamos que no podrían detenernos con un par de disparos a las llantas porque estaban reforzadas, pero no lo intentaron. Parecían estar preparados, sabían demasiado. Se nos vinieron encima con toda la fuerza de sus patrullas. No pensaban en sí mismos, solo en cumplir con su trabajo. Se estrellaban contra nosotros. En determinado momento, la camioneta ya estaba tan dañada que una patrulla se subió al techo. Sí, se subió. Fue cuando nos dimos cuenta de que no podríamos escapar. Era entregarnos o morir aplastados dentro de todo ese metal negro y golpeado. —Por la forma en que lo cuenta parece que estuviera diciendo que alguien los entregó ¿es esto cierto? —No lo sé —dijo Dico finalmente después de una pequeña pausa. Se sentía harto. Como después de un largo día de trabajo en que los músculos lo abandonan y la mente se siente pesada y nubosa. Solo quería dejar la sala de juicio e irse a descansar a su celda. —Bien, quiero que quede constatado en el registro que el acusado confesó ser el responsable de la muerte de dos víctimas más —exclamó el fiscal mientras clavaba la mirada en el jurado. Sabía que el juicio ya era suyo, pero tenía que llevarlo hasta las últimas consecuencias. Hacer que confesara el mayor número de asesinatos posibles. —Ahora, señor Dico, hablemos de su compañero. ¿Cuándo los atraparon él estaba en la camioneta con ustedes? —Sí, de hecho él fue el primero en mencionar lo de rendirnos. —Pero este hombre, Eric, no consta en los registros. ¿Dio otro nombre al momento de ser registrado como preso? —No lo sé. —Los oficiales también constan que, de la camioneta que usted ha descrito, solo esposaron a dos hombres. ¿Cree que escapó? —No sé. No veo como alguien pudo haber escapado de una situación así. Digo, no eran cuatro o cinco patrullas las que nos tenían rodeados. Eran tantas que parecían estar haciendo fila para el banco. ¡Nos rodearon! —Puede usted decir eso, pero no encontramos rastro de este hombre que usted llama Eric. Ninguno de los otros hombres de la organización quieren hablar al respecto. ¿Por qué no aparece? —esta última pregunta la hizo más abiertamente, como dirigiéndose al público—. ¿Donde está este tal Eric? Como lo cuenta usted, hace parecer que el fue el culpable de todas sus desgracias. El lo introdujo a la organización, le enseñó lo básico… —¡No! ¡No hable de él así! —interrumpió con fuerza Dico. —Silencio —exclamó el juez dando un par de golpes con su martillo para detener la rabieta—. Fiscal, deje las conclusiones para el final, por ahora céntrese en hacer las preguntas. Y usted, acusado, limítese a contestar las preguntas. —¿Cree que este tal Eric fue quien los traicionó y entregó toda la información a la policía? —continuó el fiscal después de una pequeña pausa para acentuar su interrumpido argumento. —El nunca haría algo como eso. El se preocupaba realmente por el jefe, por mí. Nos quería realmente. No sé que clase de vida habrá sufrido para sentirse a gusto con personas como nosotros. Realmente nunca lo conocí, nunca hablamos de otra cosa que no fuera trabajo. Pero siempre estuvo cerca de mí. Era como el jefe, incapaz de usar un arma. Nunca lo vi con una. Después de una pequeña pausa para aclarar sus ideas dijo: —El era mi amigo. El único que tuve.