Sin puentes Cristóbal Meléndez 140831 210826 jprogr.github.io El imponente blanco dañaba la vista. Se sumergía en aquel mar y salía a la superficie para encontrarse con ese color brillante. El Sol resplandecía alto pero, a la vez, parecía no estar ahí. No había calor, solo una luz cegadora. Era un desierto lleno de blancura y en medio de él había dos hombres. Dos hombres que se veían insignificantes en aquella olvidada tierra. Uno de ellos hacía vibrar su quijada. Su cuerpo se estremecía con un gélido aire. Un constante ir y venir de blancura brotaba de nariz y boca. El frío era absoluto. El hombre miraba en todas direcciones. ¿Qué buscaba? Tenía los ojos inyectados de sangre, parecía haber estado llorando. Era alto, pero en esa tierra parecía pequeño. Su cuerpo se encogía para evitar el frío. El otro hombre yacía a sus pies. No se estremecía como su compañero de pie. Estaba recostado sobre la nieve, de costado. Tenía los ojos cerrados. En su boca no se veía un constante ir y venir. Algo faltaba. En el dorso de ambas manos había un par de fisuras. Como si algo hubiese sido arrancado de ahí en un solo movimiento. El dolor que aquello le había producido no era fácil de imaginar. El hombre de pie comenzó a caminar. Daba pequeños pasos, dejando su marca sobre aquella superficie tan blanca, casi pura. Se alejaba de ese lugar, con cada paso, y sentía cada vez más frío. Un paso y otro. Se formó un camino tras de sí. Un pequeño camino de huellas que conectaba a los dos hombres. En aquel enorme y blanco lugar. Tenía la mala costumbre de presumir pero aún así solía pasar el tiempo junto a él. Eran buenos amigos, casi siempre se veían en la oficina y ahí mismo se habían conocido. Con el tiempo entablaron algo más que charlas sobre los proyectos e investigaciones del trabajo. Esa tarde llegó a la oficina de Enrio con el objetivo de atraparlo haciendo algo indecoroso. Se materializó precedido de un espectáculo de tintes azules, la luz que emitía con cada salto era bastante peculiar. Enrio siempre se le quedaba viendo cuando aquello sucedía. La luz no emitía ningún tipo de iluminación perceptible, lo sabía porque su oficina no era muy grande y cada vez que Garo llegaba, las paredes no reflejaban ningún tinte. El destello era más grande que un bombillo, como del tamaño de un torso humano, pero esférico. Siempre aparecía unos instantes antes que Garo. —¿Ana te trajo algo interesante esta vez? —dijo Garo con toda naturalidad mientras se apropiaba de una silla y la giraba para recostar el pecho en el respaldo. —Deberías usar tu oficina de cuando en cuando. Garo respondió con un resoplo. —Oh, es cierto, tú no tienes oficina propia —remató Enrio. Después de un silencio corto entre los dos hombres entró Ana desde la habitación de atrás. —Como siempre evitas la puerta principal. El lugar estaba fuertemente decorado por los excéntricos gustos de Enrio. No había espacio entre los cuadros colgados en la pared para distinguir el color rojo de ésta. Ana sabía que era de un rojo intenso porque él mismo había solicitado esa pintura al obtener dicha oficina. Todos los cuadros eran completamente dispares. Había desde obras ampliamente conocidas y de colores apagados como La Gioconda, hasta algo más vivo como Botero y otras obras abstractas. Representaciones tanto del cielo como del infierno, pinturas de lo cotidiano como una familia comiendo a la mesa y cosas no tan agradables como cuerpos destazados con un detalle tan increíble que hacía a uno olvidar lo que estaba viendo. El realismo de aquellos colores lo dejaban a uno maravillado. El escritorio era de cristal pero no lucía frágil, en lo absoluto. Parecía más una canica. El acabado en toda su extensión era muy grueso y no se podía ver a través. En especial porque, como canica, tenía todo tipo de colores y figuras por dentro. Las patas que sostenían tal bestialidad eran igual de imponentes. —Y que bueno que viniste. Me enteré de algo que puede interesarte —continuó Ana mientras tomaba asiento y abría una bolsa de frituras. —Qué diantre —la interrumpió Enrio mientras le mostraba las palmas. —Ah, perdón —dijo mientras le extendía la bolsa abierta. —No, no quiero lo que sea que estés comiendo. ¿Por qué diantres estás haciendo eso en mi oficina? Ana ya conocía la obsesión por la limpieza de su compañero, hizo caso omiso mientras le ofrecía de la misma bolsa a Garo. —¿Y tú? Son naturistas. —¿Naturistas? —Sí. Las hacen en una tienda que acaba de abrir aquí en la esquina. —Todo es naturista —espetó Enrio—. Si no lo sacan de la naturaleza ¿de dónde lo sacan? Ana, de nuevo haciendo caso omiso al acostumbrado mal humor de su compañero, se llevó otra fritura a la boca y continuó: —Hay una organización que está tomando fuerza, parece que quieren tomar el gobierno. —Hay muchas así —remató Garo con cara de aburrimiento. —Sí, pero esta es interesante porque al parecer sus miembros son imparables. Me refiero a que parecen tanques. Me contaron que uno, uno solo de ellos entró a un banco comunitario y se llevó todo lo que pudo a plena luz del día. —¿Atacó a los guardias comunitarios? —No. Por eso mismo me enteré. Siguen vivos, ni siquiera les hizo caso. Simplemente entró, tomó el dinero y se fue sin más. —¿No le intentaron detener? —Esta vez Enrio fue el interesado. —Disparaban y disparaban, como cualquiera en el oficio. No estaban fuertemente armados pero si tenían escopetas. Por más que le disparaban, el ladrón ni se rascaba. —¿Chaleco antibalas? —preguntó Garo. —No, no era un chaleco antibalas común. Un estruendo interrumpió la conversación. Los tres se levantaron y se dirigieron a la puerta frontal, pero antes de llegar esta salió disparada. La habitación estaba repleta de escritorios hechos trizas. Los empleados de Ana, Enrio y Garo estaban contra la pared. Garo fue el primero en notarlo. Por alguna razón Enrio y Ana estaban más atentos al desastre en la habitación que daba a la calle. Era un hombre envuelto en una especie de suéter azul, parecía más de plástico que otra cosa, como si estuviese a punto de practicar esquí en la nieve. El atuendo le daba un aspecto regordete, aunque su rostro delataba lo contrario. Tenía los ojos rasgados y la piel amarillenta. El corte de cabello era casi a rape, delatando su gran frente y mirada. La sonrisa le confería un aspecto maligno y los ojos uno de locura. Estaba en el centro. Su cuerpo no se movía, los puños los tenía relajados. Parecía una estatua, no por su rigidez, sino por la imponente seguridad en sí mismo. Los sollozos, las paredes y techo crujiendo volvieron a los oídos de Garo. Al fin reaccionó, tomó su arma, hecha en casa, y sin piedad comenzó a disparar al pecho de la víctima. El estruendo de las balas llenó por completo el lugar. Uno, dos tiros. El hombre del suéter azul no se movía. Tres, cuatro. Ana y Enrio sacaron sus armas. Cinco, seis balazos más. El hombre al fin comenzó a moverse, dio un par de pasos hacia Garo que seguía disparando. A sus balas le siguieron las de sus compañeros. Pero el hombre de azul seguía impávido, moviéndose lentamente. Acercándose, arrastrando la oscuridad consigo. Suspendieron los tiros y bajaron las armas para inspeccionar su efecto. Justo en ese instante el sospechoso se dio la vuelta y salió corriendo del lugar. Ana y Enrio intercambiaron miradas con Garo. Sabían lo que tenían que hacer. El hombre corría entre las calles a toda velocidad. Esquivando bicicletas y puestos en medio de la calle. Tenía una forma peculiar de andar. Se inclinaba como un velocista pero no movía los brazos en absoluto. Tal vez el atuendo tuviese algo que ver. Garo se le apareció al final de la calle y nuevamente descargó una docena de balas mientras el otro corría. Se persiguieron por un par de cuadras, espantando a todos los residentes del lugar. En parte por los repentinos destellos de luz azul a los que le seguía un hombre armado disparándole a un sujeto en movimiento que se perdía en el horizonte. —Lo perdí —exclamó Garo mientras caía rendido en una silla y dejaba el arma sobre el escritorio de cristal. —Enrio se va a enojar si se entera que usaste su escritorio —dijo Ana mientras pasaba por la oficina cargando unas bolsas repletas del basurero que se había formado en el lugar. Enrio se veía al fondo ayudando a recoger lo escritorios hechos trizas. —Supongo que de eso estabas hablando antes de la interrupción. Ana continuó recogiendo trozos de madera mientras hablaba desde el otro lado de la puerta. —Tal como me lo describieron. Es un tanque. —Pero no parecía un chaleco antibalas común. —Porque no lo era —interrumpió Enrio mientras entraba a su oficina y tomaba asiento. Después de arrojarle el arma de vuelta a Garo continuó—: No importa que tan bueno sea una chaleco antibalas, sigue sujeto a las leyes de la física. Ese hombre no dio ni un solo paso hacia atrás. Entiendo que nuestras armas no sean lo suficientemente potentes —sus ojos saltaron hacia Garo por un instante— pero recibiendo los tiros de tres de estas armas a la vez es suficiente para hacer temblar hasta el chaleco más duro. Las pistolas de todos los empleados eran obra de Garo. Desde pequeño había demostrado habilidad para construir y armar todo tipo de cosas. Aprendió en casa diseño, y con una impresora especial que él mismo hizo era posible tallar una gran cantidad de materiales. En la actualidad tenía una docena de esas impresoras. Hacía el diseño de las piezas en la computadora, alimentaba las impresoras con el material deseado —en el caso de las armas eran variedades de acero— y esperaba un par de horas. Al poco tenía todas las piezas y solo era cuestión de armar un rompecabezas con instructivo. —El loco forma parte de alguna organización para tumbar el gobierno. ¿Y eso que tiene que ver con nosotros? ¿Por qué nos atacó? —Eso quisiera saber yo —respondió Ana—. Y eso nos da otra razón para investigar y hacerlo el caso de toda la oficina. Continuaron limpiando y reparando el lugar. Ninguno de los seis escritorios quedó en una sola pieza. Dos de los empleados habían estudiado carpintería en casa como parte de sus materias recreativas, así que quedaron de acuerdo en repararlos. Los seis empleados se fueron temprano. Mientras Ana, Enrio y Garo terminaron de limpiar el lugar y al final del día se despidieron. Un día movido había terminado. Garo se encontraba solo en casa. Hace años que no hacía girar el picaporte de la puerta principal. Había decidido no cambiarla. Cuando se sometió a los experimentos, se prometió a sí mismo que siempre tendría una puerta en casa, y cualquier edificio del que fuera dueño, no quería olvidar su humanidad con ello. Sabía que era distinto, y se sentía así, tanto que por las noches solía sentirse solo. Había vivido en esa casa desde que dejó la de sus padres. Siempre solo. No tenía más amigos que Enrio y Ana. Sabía que muchos lo envidiaban por ser el único capaz de saltar de un lugar a otro en un instante. Y no quería separarse del resto de la sociedad solo por eso, no quería sentirse superior de esa manera. Él mismo sabía que era un presumido, pero no era un rey ni un dios solo por poder moverse a gusto a través del espacio. Se lo repetía todas las noches. Bailó entre el baño y la cocina, el ritual antes de dormir había comenzado. Tenía que recolectar la basura en su procesador para tal fin. A diferencia de muchos que lo habían comprado en una fábrica comunitaria o con un conocido, él mismo había hecho su propia máquina. Solía tener un procesador de basura hecho de partes de otros que los investigadores en el trabajo le habían regalado. Ninguno servía, pero sabían que con Garo se aprovecharían más. Desde que refinó su habilidad para imprimir en materiales, y las máquinas que hacían esto, él mismo se diseñó un procesador de basura a medida, lo imprimió y armó en un par de días. También era turno de encender el procesador de aguas residuales. La máquina tomaba todo lo recolectado a lo largo del día en el retrete y en las distintas tuberías de la casa como lavabos y el agua de lluvia. Trabajaba toda la noche en refinarla por medio de procesos físicos. Era una tecnología que se había descubierto independientemente hace cuarenta años, en los periódicos digitales y páginas web aparecía como la maravilla de la independización y las pequeñas comunidades que había formado el gobierno. Y éste no dudó en usar el nuevo descubrimiento como propaganda resultado de sus obras. Al amanecer se tenía una gran cantidad de residuos que formarían parte de la basura y serían procesados en el procesador de basura la noche siguiente. También, como resultado del mismo proceso, se tenía agua potable, lista para usarla en toda la casa. Por desgracia, la entropía no permitía recuperar toda el agua usada y siempre se perdía un pequeño porcentaje. Los ciudadanos ya se habían acostumbrado a esto. Una vez al mes (o dos, dependiendo de la familia y el tamaño de la casa) se podía obtener agua de uno de los pozos comunitarios para llenar ese extra perdido en el procesador. Garo, después de dejar ambas máquinas encendidas, se fue a la cama. La noche se llenaba de un ronroneo inusual, todos los vecinos encendían sus máquinas por igual. Era lo mismo cada Luna. Aquellas noches no eran silenciosas. El sonido no era amenazante, hacía que las oscuras calles pareciesen familiares. Mientras intentaba conciliar el sueño pensó en lo que sucedió esa misma mañana. Ana le había dicho que esa gente quería derrocar el gobierno actual. Cada poco se sabía de alguna organización con ese fin, pero nunca pasaba a mayores. Los investigadores, como él, y los guardias comunitarios normalmente se deshacían de tales grupos antes de que pudieran hacer cualquier cosa. «Esta vez es diferente» pensó mientras se movía en la cama. «No pude detenerlo» se decía a sí mismo mientras su mente se veía invadida con imágenes de la persecución. Su tren de ideas fue rápidamente descarrilado por el estruendo de una ventana. Se puso de pie rápidamente y tomó el arma que había dejado en el armario, el repentino movimiento le nubló la vista por unos instantes. No tuvo que asomarse a la sala, porque antes de salir de su habitación un contenedor de basura de acero entró volando por la pared que daba a la calle. Con el muro hecho trizas y el gran contenedor sobre su cama, vio como unos pies se acercaban hacia su persona. Era un hombre joven, el cabello esta vez era castaño y la piel bronceada. Vestía una suéter azul como el que había visto esta tarde. Garo arrebatoso alzó el arma. —Cambios —dijo el hombre mientras dirigía la misma fría mirada que había presenciado esa tarde. De inmediato echó a correr y la persecución comenzó. Después de un par de saltos Garo se rindió. Estaba muy agotado como para repetir aquello. —¡Diantres contigo! —exclamó Enrio furioso, buscaba el apagador de la lampara—. Sí, ya entendí, puedes saltar. Bien. Aplausos —ironizó—. Pero eso no te da derecho a aparecerte en mi casa cuando se te dé la gana. —Me atacaron —replicó Garo y cayó rendido al pie de la cama. Estaba más agotado de lo que pensaba. —¿Te atacaron? —Sí. Como en la mañana. Alguien destrozó la pared de mi habitación y una ventana. Tenía ese chaleco o suéter, todas mis balas rebotaron. —El mismo sujeto. ¿Lo conoces? —continuó Enrio. Su esposa se levantó de la cama y con los ojos hundidos dejó la habitación. No estaba acostumbrada a las visitas imprevistas de Garo pero había aprendido a ignorarlas y a vivir con lo que le parecía la pesada actitud del compañero de su esposo. Nunca llegaba para hablar con ella. —No, no era el mismo —Garo hizo una pausa para recuperar el aliento—. Era alguien más. Pero tenía la misma forma de correr. Acordaron en hablar sobre ello al día siguiente en el trabajo. Mientras, Garo tomó el sillón de la sala y Enrio volvió a la cama matrimonial. Aunque su esposa no lo acompañaba. Sabía que estaba molesta por el asunto y se había ido a dormir con alguna de las niñas. Al fondo se escuchaba un constante martillar y las voces de la madera retozando y rebotando. Los empleados estaban reparando los escritorios. El lugar ya no parecía destrozado como el día anterior, aunque sí lucía como un departamento cuyo dueño estaba en plena mudanza. Por la puerta frontal entró Enrio seguido de Garo, que se había tomado la molestia de acompañar a pie a su compañero. —Es lo que puedo hacer por dejarme dormir en tu casa. —Puedes hacer otras cosas. No te limites por favor —replicó Enrio. Le contaron a Ana el percance de la noche anterior, quien ya estaba en su oficina, justo detrás de la de Enrio. —Entonces la traen contra ti. ¿Por qué? ¿Tienes idea de quién puede ser? ¿Reconociste a alguno de los dos? —No me conviertan en testigo —espetó Garo—. No tengo idea de quien pueda ser, no entiendo porqué alguien me guardaría el rencor suficiente como para tumbar un par de paredes. —¿Y eso de los saltos no tendrá nada que ver? —Ana alzó una ceja mientras se acomodaba en su silla—. Fue hace tiempo, estuviste en los periódicos locales, incluso el gobierno te promocionó en Internet. Los muy tarados creían que este sería el primer paso al transporte de masas. —Recuerdo eso. Pero como dices fue hace tiempo. Ya todos lo olvidaron. Claro, un par de personas todavía se sorprende cuando me ve aparecer en la calle pero los científicos que hicieron los estudios dijeron que no podían encontrar aplicaciones prácticas. Y es por una buena razón, mi habilidad para saltar no es tecnología, es una mutación que nadie alcanza a comprender. —Ni tú mismo —agregó Enrio. Ana colocó su computadora portátil en el escritorio y empezó a teclear. —No precisamente —dijo Ana—. Al menos lo que tú piensas al respecto no es la opinión pública, no lo fue en ese entonces y no lo será. Nadie sabe realmente lo agotador que es saltar de un lugar a otro. Muy pocos saben, o prefieren ignorarlo, que por este mismo gasto energético estás limitado en la distancia que puedes cubrir en un abrir y cerrar de ojos. No puedes saltar al polo norte por la simple razón de que no hay nadie que pueda ir corriendo de aquí a allá sin descansar y sin comer nada. Y pienso que ahí está la razón. —Después de una pequeña pausa agregó orgullosa—: Al menos ya sabemos el objetivo de esta gente. —No me parece —interceptó Enrio—. Ciertamente habrá gente que envidie a este inútil, pero no me parece que eso sea razón suficiente como para fabricar unos chalecos antibalas y cambiar el gobierno de paso. Ana se quedó contemplando el techo por unos segundos. Estaba saboreando el argumento de su compañero. —Entonces toca investigar. Y si esos tipos nos atacaron y saben donde vives, quiere decir que no están lejos. Ya saben lo que dice la propaganda del gobierno: «Todo local». Los tres abandonaron la oficina. —¡Jefe! Aquí hay una mujer embarazada que lo busca —gritó la jovencita. Era una tienda de sopas. Tenían todo tipo de sopas y caldos, hechos al instante. El lugar no era particularmente grande, había espacio para unas cinco mesas. No era un puesto familiar, todos en la colonia lo sabían. Uno llegaba, pedía la sopa, comía y en unos minutos estaba de vuelta en la calle rumbo al trabajo. —Niña, ya te he dicho que no andes diciendo eso de todas las mujeres gordas —La joven se volvió hacia la cocina, parecía trabajar atendiendo a los clientes en el lugar. —Entonces estoy gorda —dijo Ana mientras el hombre de delantal se acercaba a ella desde detrás del mostrador. —No voy a decir que no has ganado unos quilitos demás, Ana. La mujer respondió con una carcajada y se saludaron afectuosamente con una sonrisa. —Me imagino que no estás aquí por una sopa —dijo el hombre después de haberla invitado a pasar a la cocina para que pudieran hablar en privado. —No, pero si te aceptaría una mientras hablamos, Ernesto —El hombre hizo un ademán al personal de fondo en la cocina que en un instante desvió un platillo que iba hacia un cliente en el frente. Le fue servido a Ana quien sin pensarlo dos veces metió la cuchara en el recipiente. —Me imagino que estás aquí por la gente esa de azul. —Veo que estás tan bien informado como de costumbre. —Bueno, es difícil no enterarse cuando alguien se le escapa a tu compañero, digo, él puede estar en el lugar que quiera cuando quiera. Además, me espantaron los clientes ayer. Todos esos rayos azules, y las balas botando en todas direcciones. La colonia no está contenta con ese investigador. —Lo atacaron de nuevo en su domicilio —dijo haciendo caso omiso. «Esta sopa está riquísima» pensó para sus adentros mientras seguía cuchareando y hablando—. Dime lo que sabes sobre esa gente. Qué quieren, de dónde sacaron esos suéteres o chalecos. —Oye, te recuerdo que tú eres la que se gana la vida como investigadora. Digo, es tu trabajo averiguar todo y luego darle la información a quien te la compre. No es un negocio muy lucrativo, negocios como el tuyo son muy escasos, ustedes son los únicos en toda la región. En parte porque cualquiera es capaz de investigar lo que quiera para su propia tienda, los casos que atenten contra los ciudadanos están para la guardia comunitaria que solo se mueve hasta que ya encontraron un cuerpo. Y los casos serios los maneja el gobierno. —Sí, pero entre nosotros dos, tú trabajaste para el gobierno. Y ¿quién dice que no hago mi trabajo? Ahorita mismo lo estoy haciendo —Hizo una pausa para saborear otra cucharada de sopa—. Estoy investigando un caso. Tú eres mi fuente. Internet no tiene todas las respuestas. Para eso estamos los investigadores, no será un negocio muy lucrativo como dices, pero es por culpa de la gente que parece que no le interesa nada que no esté en Internet. Ahora dime todo lo que sabes sobre esa gente. El ancho hombre se revolvió incómodo en su silla. La había comprado en la carpintería local. Le gustaba porque no era como otras carpinterías, uno no se limitaba a ver los productos que tenían y comprar alguno de ellos, podía modificarlo en el mismo lugar, rentar las máquinas, incluso la gente capacitada, trabajar uno mismo o aprender. De hecho, si ninguno de los muebles en exhibición era de su agrado, se podía crear uno ahí mismo y el lugar ponía todos los materiales y herramientas. —Ya sabes que eso fue hace mucho tiempo. Y no me gusta que la gente lo sepa. Las cosas han cambiado, lo que sé puede ser información inútil. Ana detuvo el movimiento de la cuchara y le clavó la mirada. —Sabes algo sobre esa gente. —Bueno, sí… —confesó el hombre mientras desviaba la mirada. —Cuenta. —Pero te va a costar. —Te estoy comprando una sopa. Mi negocio te compra sopas todo el tiempo. Cuando alguien me pregunta donde puede comer rico, rápido y barato lo primero que recomiendo es tu mentada tienda de sopas. A mí eso me parece suficiente pago. El hombre exhaló fuertemente. Sabía que no tenía caso hablar con Ana cuando adoptaba esa posición. Se conocían desde hace años, mucho antes de que él entrara a trabajar para el gobierno. Cuando pudo deshacerse de ese puesto, ella lo invitó a trabajar como investigador pero sabía que eso sería meterse en problemas con sus antiguos jefes así que decidió abrir una tienda de lo único que sabía hacer y mantener un perfil bajo. —Hay algo —dijo finalmente el hombre—. Fue poco después de toda esa parafernalia del gobierno. —¿Cuándo pensaron que todos los problemas de transporte estarían arreglados? —No. Poco después. Cuando se calmaron las cosas. Cuando tu compañero pudo trasladarse exitosamente, pensaron que, si bien no podrían usar los saltos para mover grandes cargas de un punto a otro, sí que sujetos como él iban a empezar a pulular por todos lados. —¿Cuándo todavía no sabían que él sería el único? —Justo en ese entonces. Yo trabajaba en, bueno, no puedo darte muchos detalles —Ernesto hizo girar los ojos dentro de sus cavidades como si con eso dijera lo que hace el gobierno a la gente que habla demasiado—. Pero digamos que yo estaba a cargo de administrar cierta información. Guardarla, llevársela a quién la hubiese solicitado, ya sabes, todo a mano para evitar que se filtrara por Internet. —Eras secretario. —Sí, digamos que sí. Recuerdas lo que te contó tu compañero sobre lo que el gobierno hizo con los científicos que estaban tras esa investigación. —Básicamente los encerraron y les quitaron todo el poder sobre la información. —Yo estuve con esa gente. Los tenían como monos en exhibición, aunque ellos no eran la exhibición. Era en una habitación completamente aislada. No solo el sonido no podía ni entrar ni salir, tampoco la luz, ni el aire, bacterias, absolutamente nada. Era perfectamente cuadrada, o al menos eso parecía. Tenían unas máquinas que ocupaban desde el suelo hasta rozar con el techo. Había una jaula en el centro, ahí estaban los científicos. Eran solo dos, me contaron que inicialmente eran tres pero uno de ellos logró huir antes de que el gobierno lo atrapara y, hasta donde sé, nunca se supo nada de él. Dicen que más tarde lo habían encontrado y, bueno, se hicieron cargo de él. —¿Para qué los tenían encerrados? —Los empleados del gobierno hacían todos los experimentos, todos los estudios, desde ese momento toda la información nueva era del gobierno. Los científicos estaban ahí como consultores. Vamos, puedes escribir libros y libros describiendo tu nuevo invento o descubrimiento pero en última instancia el único que realmente lo entiende eres tú. Y eso de ir de un punto al otro sin pasar por el medio no es cosa sencilla. Una pausa descansó sobre su discurso e hizo un ademán a sus empleados en la cocina. Esta vez le trajeron un vaso de agua. —Parte de mi trabajo era recabar información y observaciones de los enjaulados y juntarla con la de los experimentadores y dejarla lista para análisis —continuó después de vaciar el vaso—. Justo antes de que me retiraran de ese puesto vi en la información algo que mi pequeño cerebro pudo distinguir entre tantas matemáticas. Era una tela especial. Según eso, cualquier cambio en una prenda hecha con esa tela se veía distribuido por todo el volumen de la prenda. —¿Cómo es eso? —respondió Ana escéptica. La sopa ya se había terminado. —No sé, yo no entiendo esas cosas de ciencia. Yo solo vendo sopas. —¿Y que sabes sobre los tipos que están detrás de todo esto? ¿Es cierto que quieren cambiar la forma de gobierno? —De eso no sé nada. Ana se puso de pie y después de una corta despedida dejó el lugar. Al menos ahora sabía de donde habían sacado los chalecos. «¿Pero qué relación tiene con Garo?» se preguntó mientras caminaba por la calle. Garo se apareció en una casa particularmente pequeña, solo había dos habitaciones y un baño, y el límite entre ellas no era muy claro. Sobre un escritorio, del tamaño justo para una computadora o una libreta, se encontraba un hombre que parecía destacar por su altura o al menos aquella habitación lo hacía lucir así. Su cabello tenía un tinte claro y se encontraba ligero de ropa. —Hay personas que llegan sin previo aviso pero tú eres algo único —espetó antes de que Garo pudiese decir cualquier cosa. El hombre no apartaba la mirada de la computadora. Detrás de la silla estaba la cama y esta bordeaba con una cortina que daba hacia el baño. —No entiendo como puedes vivir en un lugar tan pequeño y no volverte loco —respondió Garo a una pregunta sin formular. El hombre soltó una carcajada. Al fin se giro y saludó. Se dieron un fuerte apretón de manos, no uno profesional, uno más amistoso. —¿Y ahora con que me vas a molestar? —continuó mientras tomaba asiento al borde de la cama—. Ya te dije todo lo que no sé, y lo que sé no te lo puedo decir. —¿Has escuchado sobre un grupo que quiere cambiar el gobierno? Dicen que está tomando fuerza. —Sí, lo he escuchado. «El tanque» le llaman en Internet. Han asaltado un par de bancos comunitarios, parece que están juntando dinero, aunque no le veo mayor peligro. Si se nos sale de las manos a los ciudadanos el gobierno los pondrá en su lugar. —Me están atacando. El hombre alzó las cejas. Dejó su posición en la cama para el aire y fue al refrigerador que encajaba en aquella habitación con sus pequeñas dimensiones. Sacó un par de latas y le ofreció una a su invitado. —¿Alguien se te ha escapado? —Sí, dos veces. —¡Válgame! El hombre que puede estar en cualquier lugar en cualquier momento es incapaz de atrapar a un simple ser humano que tiene que caminar —ironizó—. Eso es interesante. No el hecho de que te ataquen, sino de que se trata de alguien que no puedes detener sin más. ¿Y tu arma? ¿Se te olvidó como usarla? —Por eso mismo vine. Usan unos chalecos especiales. —Se llaman chalecos antibalas —se mofó. —No, no son simples chalecos antibalas. Con uno de esos la fuerza de la bala se siente en todo el cuerpo y se pierde el equilibrio con cada impacto. Los chalecos que traían esos dos eran diferentes. —¿Ustedes son investigadores, no? Hacen investigaciones a demanda y todo eso. ¿Quién les pidió esta? ¿Les pidieron que investigaran los chalecos? ¿El grupo? —Nadie nos pidió nada. Nos atacaron en el negocio, ahora sé que fue por mí. Ese mismo día en la noche me atacaron en casa. El hombre hizo una pausa. Paseó la mirada por el techo. La pintura se estaba cayendo y la humedad estaba reclamando territorio. —Sabes bien que no puedo decir nada. Entiendo que creas que sé muchas cosas de lo que pasó en ese entonces, pero debes recordar que yo estuve, no en prisión, enjaulado. Enjaulado mientras veía como un montón de neófitos hacían lo que querían con mi descubrimiento. »Recuerdo cuando descubrimos que eras el único caso exitoso del experimento, pensé en si te había impuesto una maldición. Porque ya no formarías parte de una nueva generación, una nueva raza que ya no se tendría que preocupar de los límites de las distancias. No, no resultaste ser eso. Terminaste siendo diferente. Alguien odiado por los demás que se quedaron abajo. No eras único, eras un error. El hombre suspiró lentamente y clavó la mirada en los ojos de Garo. —No puedo hablar demasiado —dijo finalmente el hombre. —Nají… —suplicó Garo. El científico simplemente negó con la cabeza. Al haber sido uno de los tres científicos en trabajar en el experimento, se había convertido en un esclavo del gobierno y más tarde en una simple roca. Había visto muchas cosas pero no podía decirle nada a nadie. Sabía que los ojos vigilantes del gobierno estaban en casi cualquier aparato que pudiese conectarse a Internet. Garo se desembolsó todo lo que traía. Desde dinero hasta el celular y cualquier objeto pequeño. Nají lo imitó, sabía lo que iba a hacer. Lo tomó de los brazos y en un instante desaparecieron. Estaban completamente rodeados de azul. Un par de nubes a la distancia y la ciudad al fondo. Pero no estaban cayendo. La ciudad se hacía a cada salto más pequeña. Como si con cada parpadeo se alejaran más y más. No era un movimiento suave. —Ahora sí puedes hablar —espetó Garo. Se le veía agotado. —Yo lo cree pero no deja de maravillarme. Nunca se me hubiese ocurrido hacer esto para huir de todo. No es necesario ir lejos, solo ir hacia arriba —dijo mientras sentía la gravedad hacer efecto. El viento se restregaba contra su cuerpo. —Apresúrate. Esto no es sencillo. No puedo simplemente dejarnos en caída libre, aceleraríamos demasiado y el viento nos rasgaría la piel y los ojos. Tengo que saltar cada poco para reiniciar nuestra velocidad. Sin mencionar que aquí arriba el aire no es muy denso. —Además de que estás moviendo el doble de masa a la que estás acostumbrado —agregó Nají dejando en claro su posición como hombre de ciencia. Garo contestó con hastío. —Claro, entiendo. Los chalecos. No los desarrollé yo, eso fue idea de los perros del gobierno que supervisaba desde mi jaula. Pero sí usan el mismo principio que tu habilidad solo que a menor escala y, digamos, de una manera que yo no había pensado. —Apresúrate Nají —Garo sudaba como si hubiese corrido un maratón. —Yo no los vi en acción. Solo vi la teoría. En ese entonces ya nos habíamos dado cuenta que los saltos no tendrían fines prácticos así que para el gobierno solo éramos un estorbo que había que mantener. Poco después nos liberaron —continuó a voz de grito—. Esos chalecos distribuyen cualquier fuerza o forma de energía que incida sobre uno de sus puntos por todo su volumen. La fuerza de una bala radica no solo en su velocidad, sino en su tamaño. Entre más grande una bala, más fuerza necesitas para moverla y hacer el mismo daño que con una bala más pequeña y menos energía. En los chalecos, un impacto de bala es convertido en millones de balas realmente pequeñas y la fuerza que esta tiene es dividida entre cada una de esas balas. —¿Y qué tiene que ver tu descubrimiento con eso? —exclamó Garo perdiendo el aliento—. No puedo más —Dieron un par de saltos más en el cielo y finalmente aparecieron de nuevo en el departamento de Nají. Garo cayó rendido en la cama y Nají se sentó a su lado. —No puedo decirte nada —mintió—. Sé que el gobierno me vigila. Después de unos minutos de descanso, Garo al fin despegó su cuerpo de la cama y se despidió del científico que le había dado esa habilidad. «O la maldición» pensó para sus adentros. Y desapareció con un destello. —Vengo de paso —dijo Enrio mientras le daba un beso a su esposa—. Solo reviso el avance de las niñas y me voy. Estoy haciendo una investigación sobre un grupo de ladrones. —Para Enrio, ese grupo que «quería cambiar el gobierno» no era nada. Era un hombre muy técnico. Hasta ahora solo habían atacado a Garo y robado bancos y cajas comunitarias, así que para él se trataban de simples ladrones con muy buenos chalecos antibalas. Con quince y dieciséis años, las hijas de Enrio pasaban gran parte del día estudiando y aprendiendo. Al igual que todo joven en «edad improductiva», como definía el gobierno. A los niños se les enseñaba lo básico hasta los ocho años, luego podían escoger todas las materias que quisieran. El gobierno obligaba a los padres a hacerles exámenes estandarizados por Internet cada año desde los cuatro hasta los doce. Luego era opcional pero se aconsejaba que estudiasen lo más posible hasta entrar en «edad productiva» a los 18 años, donde podían montar un negocio propio o unirse a uno en la comunidad. Todos los estudios se hacían en casa. El gobierno mismo era encargado de preparar los programas de estudio de las materias obligatorias y distribuían todo el material por Internet. Pero también había individuales, estudiosos, investigadores o gente que se había tomado esto como negocio y distribuían material de estudio por un módico precio. También daban clases por Internet. —Teresa, Elia —gritó Enrio asumiendo su rol de padre desde la planta baja—. Ya casi se hace un año desde que hicieron su último examen. Teresa fue la primera en bajar corriendo. Tenía quince años y era igual a su madre. Tenía el cabello largo y sin ningún accesorio. —Yo ya estoy lista para los míos —contestó con dulzura. A pesar de ser una adolescente era muy apegada a su familia—. Voy a solicitar varios exámenes de arquitectura, entre ellos resistencia de materiales… —comenzó a dar una larga lista sobre todo tipo de tema a fin con el diseño de edificios. —Bien, recuerda que debes agregar al menos una o dos materias que no estén relacionadas con diseño, o arquitectura o las matemáticas necesarias. La niña asintió y se retiró de nuevo a su habitación. Mientras Elia bajaba pesadamente las escaleras. La adolescencia estaba haciendo mella. —¿De qué materias vas a solicitar exámenes? —preguntó Enrio con una voz algo más profunda. —¿Qué importa? —contestó Elia desviando la mirada. —Bueno, realmente importa. Tienes que pasar los exámenes de este año. La jovencita resopló y se removió incomoda en su lugar. Estaban el uno frente al otro de pie, pero Enrio era mucho más alto que su hija y a veces pensaba que eso la cohibía. Así que la invitó a tomar asiento a la sala. —¿Y qué pasa si suspendo los exámenes o no los presento? Enrio se quedó pensando un momento. La pregunta le había atrapado desprevenido. Le dio vueltas en su mente un par de veces pero se dio cuenta que realmente no sabía que pasaba si uno decidía no presentar los exámenes. —Bueno, hija, si suspendes algún examen tienes un par de meses para volver a intentar. O, si lo prefieres, puedes cambiar la materia y el siguiente año solo presentarías un par de exámenes extra para compensar —Hizo una pausa, no quería darle una respuesta ambigua a la segunda parte de la pregunta porque sabía que ella lo tomaría como excusa para no hacer los exámenes. —En todo caso deberías de estudiar. Vamos, ya estás en edad de escoger las materias que quieras, tampoco es que se te obligue a estudiar algo que no te guste. La jovencita resopló un par de veces. En ningún momento dirigió la mirada a los ojos de su padre. —¿Qué te interesa? ¿Qué te gusta? —La música —contestó algo avergonzada. —Bueno, porque no presentas un proyecto sobre el mismo —sugirió Enrio recordando que en disciplinas donde no se manejaban ciencias exactas se presentaban proyectos como examen—. Me imagino que ya has estudiado buena parte de las partituras y todo eso —él no sabía nada de música—. Puedes interpretar una canción conocida, grabarla y presentarla como proyecto. La jovencita no cambió demasiado su expresión después de largos minutos de charla sobre su futuro y Enrio tampoco quedó a gusto con el resultado pero le hizo prometer que haría una interpretación como parte de sus exámenes. «¿Qué sucede si alguien no presenta los exámenes?» se preguntó Enrio mientras se preparaba para salir de casa. «Nunca he escuchado de nadie que simplemente elija no hacer los exámenes obligatorios. ¿El gobierno haría algo?». —¡Papá! —exclamó Teresa desde la planta superior. Asomaba el cuerpo desde las escaleras— ¿Vas a salir? —Sí, voy de vuelta al trabajo —declaró el hombre con su voz paternal. Recordó cuando Elia lo llamaba «papi», hace no muchos años. —¿Te puedo acompañar? Voy aquí a la esquina a comprar un par de cosas que mamá me encargó. Enrio, gustoso de pasar aunque sea un par de minutos con una de sus hijas, aceptó la oferta y esperó a que se arreglara para salir. Aunque Teresa era una jovencita muy dulce, estaba creciendo y cada vez se tomaba más tiempo antes de salir. Su padre lo comprendía pero intentaba no pensar demasiado en ello. —Y las formas básicas que se encuentran en muchos edificios del mundo dan cierto balance a toda la estructura… —Teresa estaba hablando sobre lo que había aprendido recientemente con su nuevo amor por la arquitectura mientras caminaban por la calle. Enrio realmente no entendía nada del tema pero le gustaba verla hablar tan apasionada así que asentía y sonreía. Era un momento dorado para él, estar con una de sus hijas, lo que hiciesen le era irrelevante. Un destello azul apareció ante ellos seguido de Garo. Teresa que no estaba tan acostumbrada se maravilló. —Enrio, al fin te encuentro. Averigüé algo sobre los chalecos. —exclamó agitado. Antes de que pudiese apuntar con la cara hacia su hija y darle a entender que ahora no era momento de trabajo, comenzó a llover. Era una lluvia lo suficientemente fuerte como para ahuyentar a todos hacia el interior y refugio. El grupo de tres corrió hacia una tienda cercana. —Qué genial es poder saltar —declaró inocente Teresa una vez que estuvieron al interior—. Y casualmente llegamos a la tienda que necesitaba. —Oh, estás con tu hija. Entiendo. ¿Vas para la oficina? El corazón se le aceleró, la piel se le erizó y por todo su cuerpo empezó a correr adrenalina. Enrio había visto a un hombre de chaleco azul a través del ventanal de la tienda. Sujetó fuertemente del brazo a Garo quién, sin tener tiempo de reaccionar vio como un gran contenedor metálico de basura entraba a toda velocidad destrozando la tienda. —¡No! —exclamó Enrio. En un instante dedujo lo que Garo iba a hacer. Pero antes de desaparecer con él para huir del impacto logró ver a su hija al fondo de la tienda. Aun sin notar el estruendo. Los dos hombres aparecieron tras un destello azul afuera de la tienda. La lluvia los empapaba y el ruido que esta provocaba apagaba cualquier otro sonido. Pero la tienda siendo destrozada por el impacto de la mole de metal superó esta barrera. —¡Nooo! —exclamó Enrio mientras caía de rodillas en medio de la calle empapada— ¡No! —el grito parecía desgarrar la lluvia— ¡Nooo! —exclamó tan fuerte como pudo y mantuvo la voz hasta que todo el aire en sus pulmones se había escapado. El grito reverberaba en los tímpanos de Garo que estaba a su lado. Desgarraba la lluvia y hacía vibrar los edificios a su alrededor. —Teresa —dijo a continuación mientras se ponía de pie y corría torpemente estrellando los pies contra charcos hacia la tienda destrozada. Garo lo detuvo a medio camino. Se encontraba aún agotado y haber tenido que hacer otro salto lo había agotado más, pero la adrenalina le permitió alcanzarlo. Lo tomó de los brazos. —Tranquilízate —decía una y otra vez mientras Enrio se revolvía e intentaba zafarse del abrazo de su compañero. Enrio resbaló con el agua en su lucha y se desplomó en el suelo. Derrotado. Garo se arrodilló con él. La lluvia comenzó a llenar todo los espacios nuevamente. Por unos minutos fue lo único que se pudo escuchar. Las gotas golpeando incesantes contra el pavimento. Todo mojaba, todo impregnaba. Los dos hombres estaban ya completamente empapados. Pero no parecía importarles. Enrio se encontraba de espaldas a Garo. Este último no estaba seguro si su compañero lloraba. La lluvia se lo tragaba todo, pero permaneció a su lado. Y ambos dejaron que la lluvia los tragase. Enrio se irguió nuevamente, pero esta vez lo hizo con lentitud. Se sentía derrotado. Fue hacia los escombros y removió lo que pudo con cuidado. En su trabajo como investigador no era la primera vez que tenía que buscar algo entre escombros. Tenía la vista empapada. Buscaba cada vez más rápido, más desesperado. El latir de su corazón aceleraba lentamente. Hasta que lo encontró. Donde el gran contenedor de basura había aterrizado estaba el cuerpo de su hija. Destrozado por el impacto. Enrio intentó contener el río pero no pudo. Comenzó a llorar. En su mente se agolpaban recuerdos de su hija. Cuando Teresa nació en el hospital comunitario. Cuando aprendió a caminar. Ella escuchando un cuento, le encantaba escuchar cuentos de sus padres cuando era pequeña. Creció poco a poco. Siempre abrazaba a su padre sin pensárselo dos veces. Dejó de llorar repentinamente. La lluvia en sus oídos se apagó. La vista se le nubló. Dejó de sentir por un instante. Dio un giro y con paso decidido salió de la tienda. En sus ojos ya no había lagrimas. Había ira. Enfiló directamente hacia Garo y sin previo aviso incrustó uno de sus puños en la cara de su compañero, de su amigo. Este cayó de espalda a la calle. La lluvia persistía. Garo vio aquella mirada. Era un demonio. Parecía que sus ojos iban a encenderse en cualquier momento. Enrio tomó del cuello de la camisa a su compañero y lo haló hasta su altura. —¡¿Por qué?! —desgarró la lluvia. —¡¿Por qué yo?! —espetó nuevamente con una voz llena de ira. Era áspera. Garo nunca había visto así a su compañero. —¡¿Por qué tenía que ser yo?! —espetó nuevamente. Ni siquiera el sonido de la lluvia podía apagar aquellos desesperados gritos. Garo no podía pensar en nada. Sus pies no respondían. Luchó para zafarse del abrazo de su compañero quien le respondió con otro puñetazo directo al rostro. Garo cayó nuevamente. —¡¿Por qué tenía que ser yo?! ¿Por qué no sacaste a mi hija de ahí? No importa lo que me pase a mí —gritó finalmente. Bajó la mirada. Se quedaron unos minutos sin decir nada. Solo se podía escuchar la lluvia. Estaban en medio de la calle, los vecinos y gente que trabajaba por el lugar había comenzado a agolparse a su alrededor. Poco a poco el volumen de voces a fondo preguntando por lo que había pasado fue aumentando. Era un mosaico de paraguas alrededor de los dos hombres en silencio en el centro. Nadie quería acercarse a ellos, pero la curiosidad no les permitía retirarse. —¿Por qué nos atacaron? —exclamó en una voz más serena Enrio. Elevó la mirada lentamente. Sus ojos estaban perdidos en ideas. Veía el fondo, solo percibía el vacío. —¿Por qué a mí? —dijo nuevamente. Hizo una pausa. Clavó la mirada en Garo que estaba de pie, a unos pocos metros de él. —Es por ti. Por ti nos atacaron. Nos atacaron el otro día en la oficina por ti —La voz que envolvía su discurso subía de volumen con cada palabra—. Y ahora te vieron con nosotros en la calle y decidieron atacarte. Te querían a ti. ¡Te querían a ti maldito desgraciado! Garo dio un paso hacia atrás. La mente nublada. —Nos atacaron por tu culpa. Por tu culpa Teresa… La pudiste salvar con tu estúpida habilidad. Pero no. ¡No la salvaste! Enrio hizo una pausa para tomar una gran bocanada de aire y con un grito que hizo que todo los presentes se taparan los oídos espetó: —¡Tú la mataste! ¡Te maldigo! ¡Te maldigo! Garo se volvió consciente de las personas a su alrededor y como había estado dando ligeros pasos hacia atrás. En un gesto de desesperación desapareció del lugar con un salto. —¡Cobarde! ¡Maldito perro cobarde! —fue la respuesta de Enrio. —¡Cobarde! ¡La mataste! —continuó gritando mientras caía de rodillas y las lagrimas brotaban. Se había quedado solo en el centro de la calle rodeado por el público que, después de presenciar el desplome, se acercó lentamente hacia el centro. Los días se volvieron lentos y oscuros. Ana se presentaba todos los días a la oficina pero ninguno de sus dos compañeros lo hacía. Al segundo día una de las empleadas le contó la historia: —Ayer leí sobre un percance que hubo en la calle más abajo. Parece que fue entre Garo y Enrio. —¿Dónde lo leíste? —En la página de noticias comunitaria de la ciudad —dijo la empleada algo extrañada de la pregunta de su jefa. Ana solo asintió. Se había olvidado de esa página, rara vez la visitaba porque nunca había nada interesante que leer. El gobierno, desde hace tiempo, había habilitado páginas comunitarias por ciudad. Cualquiera con una conexión a Internet podía subir notas sobre lo que creyera interesante a la misma. La idea del gobierno era mantener los círculos por ciudad más unidos e informados. Pero con el tiempo la mayoría de la gente se olvidó de las páginas debido a que en las ciudades medianas y grandes estas se veían bombardeadas por noticias sin sentido o escritos de niños. Algunas eran simples mentiras. No cumplieron su función de informar. En las ciudades más pequeñas, al contrario, servían como medio de comunicación. —Dicen que hubo un par de muertos, entre ellos la hija de Enrio. Nadie sabe muy bien como pasó, pero hay fotos de una de esos contenedores de basura incrustado en una tienda de víveres. —Entiendo que Enrio estuviese ahí pero ¿y Garo? —Yo tampoco sé. La nota dice que Enrio acusó de asesino a Garo múltiples veces a grito abierto. ¿Crees que Garo la habrá matado? —¿Un contenedor de basura, dices? —Sí, uno grande, como esos que están entre los callejones para juntar la basura que se forma en las calles. Y que los procesadores de basura comunitarios vacían un par de veces a la semana —No todos tenían dinero o espacio en sus casas para tener un procesador de basura personal, así que existían tiendas que ofrecían estos servicios además de limpiar la ciudad por un extra que proveía el gobierno. —Tendré que hablar con ellos. El funeral de Teresa fue pequeño. Ana fue una de los invitados. Garo no se apareció y nadie sabía si realmente había sido invitado. Se celebró en la casa de Enrio. Como era costumbre, los funerales se celebraban en la casa del fallecido, o si el lugar era muy pequeño, siempre había lugares grandes para rentar. Asistió la familia de Enrio, la de su esposa vivía muy lejos así que solo dieron el pésame por medio de una videollamada. Por ley, los cuerpos eran incinerados. Las cenizas las podía guardar cualquiera de los familiares o, si nadie las reclamaba, eran desechadas. Ese día llovió hasta muy tarde en la noche. Los días se sucedieron sin respuesta. La investigación no avanzaba. Ana tomó un par de casos más en el entretanto. Cosas sencillas como buscar información que le podían los vecinos. Muchas veces llegaban científicos solicitando apoyo para buscar bases de datos y organizar la información más importante en algo más pequeño y manejable para sus experimentos. El trabajo de un investigador podía volverse bastante colorido, aún así, no es que fuesen muy solicitados y la paga no era del todo buena. Uno de esos días, Ana estaba perdiendo el tiempo en su oficina cuando escuchó que la puerta en la oficina de Enrio rechinó. Se trataba de Garo. Se acercó a él y tomaron asiento en su oficina. Ana no era muy buena manejando ese tipo de situaciones así que decidió guardar silencio. Tenía una idea de lo que había pasado pero los detalles todavía los desconocía. —¿Crees que es una maldición? —rompió el silencio Garo. Se encontraba encorvado sobre el asiento, ya no adoptaba esa posición de presumido que solía en la oficina de Enrio. Los ojos apuntaban hacia el suelo. Ana pensó que se refería a que él era el único capaz de saltar. Pero no supo que decir, nuevamente optó por guardar silencio. —¿Crees que yo la maté? —dijo con voz apagada. —No, bueno, creo que no… —Quería apoyarlo pero no sabía todo lo que había sucedido. —En ese momento no pensé. Solo actué. Estaba muy agotado, había ido a hablar con, bueno, tú sabes. —¿El científico? —tanteó Ana. —Sí. —¿Por qué fuiste a hablar con él? —Para obtener información sobre los chalecos. —¿Y averiguaste algo? —Dice que funcionan como yo. Ana no pudo evitar fruncir la cara. No encontraba la relación. En ese momento pensó en lo que le había dicho Ernesto. —Yo tampoco lo entendí del todo pero él dice que funcionan así. No los fabricó él mismo, dice que fue idea del gobierno. —¿Y por qué Enrio apareció después? —Averigüé como funcionan así que me propuse contarle los detalles a —evitó nombrarlo— él. Esperaba que pudiésemos pensar en una idea juntos para atrapar a uno de esos sujetos la próxima vez. Sé que están tras de mí, así que solo es cuestión de esperar. Pero nunca creí que atacarían tan rápido. Y menos en ese momento. Un nudo en la garganta lo interrumpió. —Sabía que estaba con nosotros —continuó— pero en ese momento estaba muy agotado. Con mucho trabajo pude sacarnos a los dos de ahí. Me olvidé por completo de ella. Ana sabía que necesitaba desahogarse así que lo dejó hablar. —He revivido ese momento en mi cabeza un millón de veces. Me atormenta saber que si hubiese pensado con más claridad la podría haber sacado a ella también. Pude haber saltado con Enrio y vuelto por la niña de inmediato. Ana se estaba haciendo una idea de lo que había pasado. Ahora entendía porque los dos hombres no se dirigían la palabra. —¡Es un maldito salto! —espetó, el suelo aún robaba su mirada— ¡Me toma un instante ir y volver! ¡¿Por qué no la salvé?! Alzó la sien y empezó a gritar a pulmón abierto. —¡Yo la maté! —Se irguió—. El tiene razón. Iban por mí y no intenté salvarla. Solo pensé en salvarme a mí mismo. ¡Yo la maté! Si Enrio no me hubiese sujetado del brazo seguramente tampoco lo habría sacado de ahí. Ana trató de hacerlo entrar en razón al ver que los empleados estaban escuchando todo. —¡Soy un asesino! —gritó finalmente antes de que Ana lo obligara a tomar asiento. Ana esperó unos minutos a que se relajara antes de hablar. —Tú no la mataste. Fueron ellos. Ellos los atacaron. Y, aunque no te guste escucharlo, va a volver a pasar —Al escuchar esas palabras Garo alzó la mirada y abrió los ojos como platos—. Va a volver a pasar una innumerable cantidad de veces a menos que hagamos algo para detenerlos. No fue tu culpa, es de esa maldita organización que parece puede robar bancos comunitarios y matar personas sin que el gobierno haga algo al respecto. Nadie hace nada al respecto. Así que nos toca a nosotros hacer algo. Hizo una pausa para permitir que Garo comprendiese lo que estaba diciendo. —Somos investigadores. Ya tenemos algo de información sobre este caso. Tú sabes algo de los chalecos, yo también averigüé algo —pensó en lo vaga que era la información que ella tenía—. Tenemos que saber quienes son, porqué van tras de ti y que tiene que ver el gobierno en todo esto. Ellos la mataron. Tenemos que detenerlos ahora Garo. Un movimiento de cabeza por parte de Garo fue todo lo que necesitó Ana para ponerse manos a la obra con el caso. —Y así fue como volvimos a la investigación —dijo Ana mientras cuchareaba una sopa—. Resulta que Garo tenía detalles más precisos sobre los chalecos. Ernesto asintió. —Te conseguí algo más de información al respecto —La cuchara detuvo su ir y venir—. Parece que la organización creció bastante en estos días que ustedes no se movieron. —¿Qué tanto? —Exactamente no sé. Solo sé que crecieron. Hay muchos locales, así me enteré. Ya sabes que entre la misma ciudad uno se entera. «Todo local» —citó la propaganda de gobierno—. Están asaltando bancos comunitarios con mayor ritmo. No sé para que usen esos chalecos pero se ve que son caros. Ana pensó en los detalles que le había dado Garo. Pensó que si se necesita el mismo principio de los saltos para hacerlos funcionar significaba que cada pieza era muy costosa de fabricar. ¿Pero donde los hacían? Sin duda necesitarían maquinaria para ello y personal que pudiese trabajar con las matemáticas que requerían. Ella no sabía nada de esas cosas tan complicadas pero sí sabía que no cualquiera podía trabajar con la ciencia necesaria. Se necesitaba gente bien preparada. —Un momento —siguió Ana como interrumpiendo su propio discurso mental—, si cualquier golpe es transmitido por todo el volumen del chaleco quiere decir que no pueden tener un gran trozo de esa tela porque no podrían cortarla —dijo Ana. Aunque estaba viendo a Ernesto, no era una pregunta directa dirigida a él. Solo estaba pensando en voz alta. —¿Hay locales involucrados en esto? —Sí, como te dije, hay gente de todo el mundo. —Locales es todo lo que necesito. Recuerda «Todo local». Si atrapamos a una de esas ratas podremos saber más al respecto —se irguió de improviso y salió corriendo de la tienda mientras exclamaba—: Gracias por la sopa, tan buena como de costumbre. Se dirigió a la oficina. No esperaba que Garo estuviese ahí, rara vez llegaba solo para sentarse. «Es un individuo muy disperso. Lo de poder saltar de aquí a allá le sienta muy bien» pensó Ana. Enrio caminaba entre los callejones de la ciudad. Codeaba con los contenedores de basura. Se detenía. Los admiraba. Los acariciaba, como si fuesen el cabello de su hija. Recordaba su olor. Se quedaba un rato plantado frente al gran contenedor. A pesar de que estaba hecho para los deshechos de la ciudad no estaba del todo sucio. La gente que se encargaba de vaciarlos no recibía el bono del gobierno si los entregaban sucios a la mañana siguiente. Siguió caminando. El mundo era gris a sus ojos. Se veía demacrado y cansado. Avanzaba con cierta parsimonia, transmitía tranquilidad. Se le veía calmado, pero no emanaba paz. La mirada se dirigía hacia adelante, pero no prestaba atención de los oscuros tonos que bañaban el callejón. Los ojos parecían ver a través de las paredes, a través del tiempo. Veían el pasado. Recordaban momentos más felices. Esos recuerdos no eran suficiente para hacer sonreír a Enrio. La oscuras bolsas bajo sus ojos indicaban que no había descansado en mucho tiempo. Continuó caminando hasta el fondo del callejón. El rumor de las máquinas procesadoras hacía reverberar las paredes. La oscuridad creada por la sombras de los edificios comenzó a suavizarse. La luz comenzaba a bañar el paisaje mientras Enrio se dirigía al fondo del callejón. Al otro lado le esperaba una calle. Una calle más, una calle cualquiera de la ciudad. La luz era cegadora, entornó los ojos por instinto. Una mancha azul hizo su aparición en el centro de aquella vista. Enrio no reaccionó. Se encontraba abatido. El trazo marino comenzó a tomar fuerza y tamaño a los ojos del hombre. Lo empujaba hacia el fondo del callejón. Iba de vuelta. Enrio se dejó llevar. Sus ojos se lo agradecieron. Enfocó claramente. Aquella mancha azul exclamó un par de palabras: —Hombre, creo que tenemos algo en común. Pudo distinguir el origen de aquella voz. Era un joven, de menor estatura y traía uno de esos chalecos azules. —Tú sabes quien la mató ¿no? —exclamó nuevamente. Enrio asintió con la cabeza. —¿Quieres vengarte? No hubo respuesta. —A nosotros no nos puede atrapar y es gracias a esto —dio un par de golpes al chaleco. El silencio persistía en los labios de Enrio. —Tú no lo puedes atrapar. Pero con uno de estos tal vez tengas una oportunidad. Enrio se quedó inmóvil por unos segundos. Luego, como si encontrase la respuesta a una pregunta que había estado dando vueltas en su cabeza, alzó la mirada y la clavó en su interlocutor. Sonreía. —Al fin llegas —dijo Ana, abandonó su asiento y obligó a Garo a tomar el suyo—. ¿Estabas averiguando más con el científico ese? —¿Eh? No, estaba comiendo. Tanto saltar da un hambre enorme —contestó Garo que todavía sentía la enorme cantidad de comida en su estomago. Ana simplemente le contestó con un reproche. —Mira, se me ocurrieron un par de cosas —Garo se acomodó en su silla—. Estos tipos están creciendo cada vez más, tienen gente en esta misma ciudad. Y si tienen gente aquí lo más probable es que fabriquen esos chalecos aquí mismo. —«Todo local» —agregó Garo imitando la voz de los anuncios que veía en Internet. —Exacto. Están asaltando bancos con mayor ritmo que antes. Quiere decir que fabricar estas cosas cuesta dinero, y mucho. Tenemos que averiguar donde las fabrican. No puede ser cualquier lugar, necesitan maquinaria especial. —Que muy probablemente ellos hicieron —complementó—. Si yo puedo hacer un procesador de basura sin ser científico creo que ellos pueden fabricar lo que quieran. —Sí, necesitan gente especializada. Ahí hay dos cosas. Si necesitan gente especializada y tienen gente aquí quiere decir que debe haber algún edificio en la ciudad de donde salen y entran. Alguien les está vendiendo una cantidad enorme de materia prima a este edificio. Y tenemos que encontrarlo. —¿Y cómo los encontramos? No podemos ir de edificio en edificio inspeccionándolos. Digo, si yo fuera un guardia y viese a alguien extraño en mi edificio, seguramente lo mandaría a la prisión comunitaria, o lo mataría —dijo Garo. Pensó que la prisión comunitaria estaba más bien de adorno. La mayoría de los criminales terminaban muertos en acción. —¡Presta atención hombre! Solo tenemos que actuar cuando ellos lo hagan. Están asaltando de una manera casi sistemática. Solo vamos a un banco comunitario y nos colocamos como postes enfrente. —No puedes estar segura de que banco van a asaltar y si el que escogemos nunca lo asaltan. ¿Qué, lo vamos a vigilar por días y días como tontos? Ana, que podía adoptar una actitud bastante varonil con facilidad, se acercó a Garo y le dio un golpe con la palma en la cabeza. —Qué prestes atención. Hasta ahora nunca han asaltado el mismo banco dos veces. Y eso tiene sentido porque se tratan de bancos comunitarios, tienen los fondos de los vecinos a lo mucho. En nuestra sociedad el único que tiene una gran cantidad de dinero es el gobierno. Los bancos comunitarios quedan vacíos, muchos de ellos han tenido que cesar actividades porque las deudas los han enviado a la quiebra. Solo quedan un par de bancos en toda la ciudad, son los más grandes, entre ellos el más grande de la ciudad. —¿Y ese vamos a vigilar? —No. Eso sería una forma de pensar bastante lineal. Vamos a por éste —dijo mientras le mostraba un mapa de la ciudad en la computadora. En él estaba señalado el segundo banco comunitario más grande de la ciudad. —Bien. Vamos, nos colocamos enfrente y esperamos. ¿Luego qué? Si se llegan a aparecer no los podemos tocar por esos malditos chalecos. Ana dejó la computadora nuevamente en el escritorio y se reclinó en su silla. Garo no se sentía del todo cómodo en esa oficina. El siempre llegaba a la de Enrio y tomaba el mismo asiento. Ese tipo de reuniones también solían hacerla en la otra oficina. —Podemos intentar algo diferente. Simple, pero diferente —Garo se inclinó hacia adelante—. Esos chalecos no pueden ser muy pesados porque corren a toda velocidad. —Parecen ratas de lo rápidos y escurridizos que son. Ana asintió. —Hagamos esto. Nos ocultamos en la calle cercana al banco y esperamos. Cuando se escuchen las escopetas de los guardias del banco yo los persigo. Intentaremos quitarle el chaleco a uno de esos. ¿Puedes saltar con una prenda sin llevar a la persona de por medio? —Nunca lo he intentado, pero supongo que puedo hacer la prueba —Acto seguido colocó la mano sobre la blusa de Ana y saltó hacia la calle de enfrente. Pero apareció con todo y Ana que se desconcertó por el cambio repentino. —Bueno, no puedes —exclamó mientras volvían a la oficina. —Espera, sé que puedo. Déjame volver a intentarlo. Cerró los ojos con fuerza y saltó de nuevo. Esta vez colocó un dedo sobre el pantalón de Ana. En un instante la mujer estaba exhibiendo un par de piernas desnudas en la calle. Le arrebató el pantalón con una mano mientras con la otra le acertaba un golpe a la cabeza. —¿Por qué estabas tan seguro de que ibas a poder? ¿Y por qué lo intentaste con mi pantalón? —exclamó Ana después de que volviera a vestirse en su oficina mientras Garo la esperaba afuera. —La primera vez que salté mi ropa se quedó en su lugar. —¿Apareciste desnudo en medio de la calle? —Ana no pudo evitar soltar una risita. —No. Lo hice en el laboratorio. Fue justo después de que terminara con los experimentos y los diez conejillos de indias estuviésemos listos para hacer las pruebas. —¿En las instalaciones de gobierno? Garo asintió. —También vi como los otros hacían saltar solo parte de sus órganos. Fue cuando las caras de los científicos se dirigieron hacia abajo. Ana no pudo evitar sentir asco. Sabía que habían pasado cosas horribles para que los científicos consideraran algo tan ventajoso como los saltos a través del espacio un fracaso después de tener un caso exitoso pero no estaba del todo enterada. De hecho nadie sabía nada más que Garo, los empleados del gobierno que habían estado presentes en las pruebas y Nají. Garo y Ana vigilaban el edificio del segundo banco comunitario más grande de la ciudad. Muchas tiendas conocidas guardaban ahí sus fondos. El banco estaba al final de una calle y hacía cerrada así que los ladrones solo tenían una forma de salir y entrar al lugar. Los dos investigadores estaban al otro extremo de la calle, justo donde daba vuelta. Había un restaurante con servicio en el exterior así que habían aprovechado para desayunar en el lugar. —Ya llevamos siete horas aquí —dijo Ana. Estaba harta de esperar y Garo no ayudaba con sus desapariciones repentinas. —Recuerda que tienes que guardar energías —le decía mientras se aparecía nuevamente en el lugar con una bebida que había sacado de su casa. —¿Cuáles son las probabilidades de que decidan robar este preciso banco hoy mismo? —Bastante bajas —confesó Ana—. Si yo fuera ellos robaría otros bancos más pequeños primero. Pero esta es la única forma que tenemos de acercarnos mientras están distraídos. Garo tomó asiento en el suelo con cara de hastío. Las horas se sucedieron hasta el atardecer. La amarillenta luz del día comenzaba a desvanecerse para dar paso a tonos más fríos. La Luna se encontró con el Sol. Se miraban distantes desde el horizonte. Hasta que el astro más grande decidió hacer su desaparición. Pero su cálida luz todavía se percibía en el fondo. La noche estaba tomando su puesto. —Estamos de suerte —declaró Ana. Sintió como la energía volvió a su cuerpo—, echa un vistazo Garo. El hombre alzó la mirada de la taza de café y vio que al final de la calle los guardias comunitarios de la entrada del banco estaban disparándole a algo. El estruendo se escuchaba lejano y apagado pero era inconfundible, era el sonido mortal de las escopetas. Garo le dirigió la mirada a Ana como diciéndole «Adelante con el plan, ¿qué esperas?». —Yo no me voy a meter entre esa lluvia de balas. No soy como tú quien puede esquivar una bala en un instante. Garo se encogió de hombros y le mostró la palma de las manos. —Esperemos a que se confíen. No vi cuantos eran, pero por reportes anteriores debe ser uno. Siempre atacan los bancos de manera individual. Tomó aliento y preparó su arma. —Haremos esto, esperaremos a que los guardias comiencen a pensar que sus tiros son solo un desperdicio de balas. Al final lo dejarán ir como en otras ocasiones. Luego, yo lo perseguiré. Si no me huye corriendo como lo hace contigo entonces te acercas rápidamente y saltas con su chaleco. Garo asintió con la cabeza. —Si nos alejamos mucho ten tu celular a la mano. Te enviaré una señal cuando tengas que saltar hacia mí. Ana hizo una pausa repentina y giró la cabeza. Había pensando en algo. —¿Cómo sabrás donde estaré? ¿Cómo sabes donde está alguien cuando decides saltar hacia esa persona? —Ana evitó mencionar a Enrio. Él era el único hacia quien Garo saltaba aparte del científico, pero este último siempre estaba encerrado en su departamento. —No sé. Creo que simplemente lo sé —respondió Garo sin estar muy seguro de sus palabras. Mientras hablaban el sujeto del chaleco azul comenzó a correr hacia ellos. Los guardias lo perseguían mientras disparaban. Ana observó que no tenían muy buena puntería. —Escóndete en el techo del restaurante. Parece que los guardias no se van a rendir. En ese momento el ladrón pasó a lado de Ana, quien en un instante comenzó a correr disparando con su arma de mano hacia la cabeza. Al poco se dio cuenta porqué se le escapaban a Garo. No solo el chaleco parecía hacerlos invencibles sino que eran ridículamente rápidos. Se movían con gran agilidad entre las calles y daban vueltas de una manera bastante impredecible. No parecían ir a ningún lugar. Ana con mucho trabajo podía seguirle el paso. «Y está cargando esas grandes bolsas de dinero» pensó mientras se alejaba poco a poco. No reducían la velocidad al dar vueltas y las hacían de una manera muy cerrada. Esquivaban personas y otros obstáculos con suma agilidad. Los rebasaban rozando. La comparación que hizo Garo con las ratas fue bastante acertada. La investigadora estaba perdida en la persecución y le tomó un tiempo darse cuenta de la ausencia de los guardias, además estaba llegando a su límite. No era particularmente buena corriendo y mucho menos disparando al mismo tiempo a un blanco de movimientos impredecibles. Empuñó su celular mientras su perseguido se alejaba cada vez más. Tocó la pantalla un par de veces y Garo apareció con su propio teléfono en la mano a lado de ella. Intentó decirle que ahora era su turno pero estaba sin aliento. Garo retomó la persecución. Intentaba aparecer justo enfrente de él para que tuviese que esquivarlo y obligarlo a gastar más energía en recorrer la menor distancia posible. Repitió el ejercicio un par de veces pero en determinado momento el sujeto de chaleco azul dejó de esquivarlo y comenzó a propinarle golpes en la nariz a toda velocidad siempre que Garo aparecía enfrente, así que por el bien de su nariz dejó de hacerlo. La persecución se prolongó por un par de minutos. Mientras, Ana escuchaba los disparos al fondo. Estaba de rodillas a media calle. Respirando pesadamente. «Estoy segura de que le estaba apuntando a la cabeza. ¿Por qué todas las balas resonaban en el chaleco?» pensó mientras se recuperaba. Los disparos se escuchaban cada vez más cerca. El ladrón no tenía una ruta definida, solo estaba huyendo. Ana respiró profundamente e intentó tranquilizarse. Se irguió en medio del camino y apuntó el arma en dirección a la fuente de los estruendos, justo donde la calle hacía esquina. En un instante un destello azul apareció, era Garo. Al ver que la calle de enfrente estaba bloqueada, el hombre del chaleco dio vuelta hacia donde se encontraba Ana. —¡Ahora Garo! —exclamó Ana mientras corría disparando frente a frente hacia el sujeto del chaleco. Ambos cuerpos se estrellaron. Los disparos cesaron. Garo en un movimiento rápido despojó de su chaleco al hombre que estaba preparándose para echar la huida nuevamente. Ana, que aún estaba en el suelo y sin aliento, lo tomó del tobillo. Ya no tenía chaleco y Garo tenía el arma contra su costado. Pero no disparó, sabía que sería un desperdicio de información. El hombre cayó al suelo. Se encontraba domeñado por los dos investigadores. Antes de que Garo pudiese sacar las esposas el hombre de sonrisa torcida exclamó: —¿Cómo huyes de alguien que puede estar en cualquier lugar en cualquier instante? Haces que sea inútil atraparte —Acto seguido abrió la boca ampliamente, todos sus dientes era perfectamente visibles, incluso su garganta. La cerró con tal fuerza que pareció que aquellas perlas blancas se destrozaron. Se retorció bajo el abrazo de los dos investigadores y cerró los ojos con lentitud. Había dejado de moverse. Garo, por instinto, colocó dos dedos sobre su cuello. —Está muerto —dijo finalmente mientras dirigía la mirada a Ana quien no pudo evitar dejar caer su quijada. —Pensé que ibas a dejar el chaleco en la oficina o en tu casa —exclamó Ana mientras caminaban juntos de vuelta a la oficina. Estaba molesta porque se enteró que Garo había saltado con el chaleco solo para tirarlo en una azotea cercana. —Había saltado demasiado. No podía ir muy lejos. Ana hizo un gesto con la mano. Estaban de vuelta en la oficina. Ninguno de los empleados estaba presente, las luces estaban apagadas. La persecución se había prolongado y, aunque los dos investigadores se encontraban agotados, tenían que hablar del chaleco ahora o al menos intentar dejarlo en un lugar seguro. Un ataque subsecuente era una probabilidad que no podían pasar por alto. —Podrías llevarlo con ese científico —exclamó Ana mientras se acercaba a la puerta de la oficina de Enrio. Su oficina estaba detrás así que siempre tenía que pasar por ahí—. Si dice que trabaja bajo el mismo principio que el desarrolló entonces… Garo colocó un dedo sobre la boca de Ana. Notó un resplandor bajo la puerta. La luz en la oficina de ella estaba encendida. Ambos empuñaron sus armas y se acercaron lentamente. Aguzaron el oído pero solo se podía escuchar el silencio de la noche y el rumor apagado de las máquinas procesadoras de basura. Ana hizo un gesto con la cabeza y acto seguido abrió la puerta con una patada mientras Garo saltaba hacia el interior de la oficina. Lo habían rodeado. —Me asustaron —dijo Nají después de soltar un par de juramentos. Había arrojado su computadora portátil al suelo con el estruendo de la puerta. —¿Qué haces aquí? —preguntó Garo mientras guardaba su arma en la funda. —Tenía que hablar contigo —dijo el científico mientras trataba de recuperar la compostura. —Perfecto —agregó Ana—. Teníamos un par de preguntas para ti. —¿Nos conocemos? —Nají se acercó a su interlocutora y extendió la mano. —Es mi compañera, Ana, investigadora. Ya te había hablado de ella —Los presentó. Seguía sudando y sintió como el calor de su propio cuerpo lo abrazaba cuando tomó asiento. —Tú nunca me hablas de nada. Siempre que me visitas es para hacerme preguntas y caer no sé cuantos kilómetros —Ana se limitó a sonreír y después tomó asiento. Le llamó la atención lo último que dijo y tomó nota de ello para sí. —Bueno, Ana ya te conoce —Se interrumpió para recuperar el aliento—. Sabe que tú eres el científico detrás de todo esto —señaló su cuerpo. No sabía donde residía el mecanismo que le permitía hacer aquello, si es que había uno. —Cortemos las presentaciones. Ahora hablemos de esto —movió la computadora del escritorio y sin el mayor cuidado estampó el pesado chaleco azul a la vista de todos. Nají lo observó con ojo profesional. Lo tomó entre las manos y lo estudió unos segundos. Se escuchaba la pesada respiración de Garo. —¿Este es el chaleco del que me hablabas? —Garo asintió—. Tendría que hacer un par de pruebas, quiero ver eso de las balas con mis propios ojos, además me gustaría poder abrirlo para ver como trabaja, si es que tiene algo adentro y no es solo tela por donde lo mires. —También quisiera saber si es posible otra cosa —Ana dudó, pensaba que su pregunta le parecería simple a un científico—. ¿Es posible que se pueda desviar una bala? —¿Lo sentiste? —interrumpió Garo—, yo estaba apuntando hacia la cabeza pero ninguna acertó. Vi como todas golpeaban en la parte superior del chaleco. Ana asintió con energía. —Exacto. Digo, ninguno de los dos tiene una puntería tremenda pero con tantos tiros y desde esa distancia alguna bala tuvo que haber impactado la cabeza o de plano en los brazos y piernas. Esta cosa solo cubre el pecho y el estómago, como cualquier chaleco antibalas. Nají guardó silencio. Sabía de campos magnéticos que podían desviar las balas, pero no eran muy efectivos en la práctica porque se necesitaba que la bala recorriera una gran distancia bajo el efecto de un fuerte campo para ser desviada mínimamente. —También estudiaré eso. Bueno, me gustaría decir eso pero la verdad es que no creo que sea posible. El rumor de las máquinas procesadoras seguía constante y arrítmico en el fondo. —El gobierno está en movimiento —declaró finalmente—. Esta misma mañana irrumpieron dos personas en mi departamento. Quieren que trabaje nuevamente en eso —señaló a Garo—. Se dieron cuenta de la fuerza que está tomando el movimiento de esta gente y sus chalecos y quieren que encontremos más personas como Garo para poder usarlas como soldados. También van a contactar contigo Garo. —¿Entonces saben que el movimiento quiere cambiar el gobierno? —preguntó Ana—. Digo, yo tampoco estoy muy contenta, pero nadie realmente lo está y eso lo sabe bien el gobierno. No a todos nos gustan algunas decisiones que toma o el poder casi absoluto que tiene sobre las ciudades pero con el tiempo se ha vuelto menos entrometido. Antes estaba en todo momento poniendo peros y fallas, la propaganda estaba en todos lados, «Todo local» gritaban con grandes letras amarillas. Pero ahora ya solo se ve uno que otro anuncio en Internet y rara vez meten mano en la organización de las ciudades, siempre se lo deja a los propios ciudadanos. Solo interviene cuando es algo más grande como un conflicto entre dos ciudades o algún problema mundial como una epidemia en cierto lugar. Además ¿cómo diantres cambiarías el gobierno? Alguien tiene que organizar todo esto. Garo escuchaba en silencio. Estaba de acuerdo con Ana, es cierto que las quejas sobre algunas decisiones del gobierno estaban presentes entre los ciudadanos pero tampoco era excusa para robar bancos y comenzar una guerra. —Claro. Pero nadie hace nada realmente —respondió Nají— porque sabemos que no tenemos el poder. El gobierno evolucionó de simplemente representar a los ciudadanos y encargarse de un par de cosas hasta dejarle la mayoría de las tareas al pueblo y tomar poder absoluto para resolver problemas mundiales. El problema es, bueno, hubo un punto en la historia en que no era «El gobierno» sino «Los gobiernos», cada ciudad estaba representada por un gobierno local y estos a su vez se consolidaban con un gobierno por país. Así había múltiples formas de gobierno y el poder estaba distribuido por todo el mundo. Cada lugar tenia poder sobre sí mismo y si quería algo en el territorio de alguien más tenía que vérselas con el gobierno que tenía el poder en ese territorio. »Ahora es «El gobierno». Nos dice una y otra vez «Todo local» pero lo cierto es que el gobierno no es nada local. Es uno solo, es mundial e inalcanzable para los ciudadanos. Tiene su sede en esa maldita isla artificial —Nají recordó los dolorosos días que vivió como esclavo tras una jaula—. Nadie puede acercarse, ni por agua ni por aire, sin que el gobierno lo sepa. Y bueno, yo creo que lo primero que harían sería lanzarte un misil si lo intentaras. Qué digo, hay alguien que sí puede acercarse, y ellos lo saben y le temen —Sus ojos se posaron sobre Garo. —Ya me lo habías dicho —respondió—. La única razón por la que no soy un esclavo de gobierno es porque no pueden encerrarme. —¿Y vas a volver? —preguntó Ana a Nají recordando el tema principal de la conversación. Nají guardó silencio un momento. Garo sabía que estaba recordando lo horrible que fue presenciar aquellos experimentos. —En un principio no creí que llegaría a descubrir esto. Ninguno de nosotros realmente, no creo que Leo y Damasco al menos pensaran en eso. Cumplimos los 18 años, entramos en edad productiva, como dice el gobierno, y a los tres nos apasionaban las ciencias físicas. Pero no cualquier ciencia física, nos encantaba lo pequeño, nos maravillábamos al leer como nuestros antepasados habían descubierto la mecánica cuántica. Un día estaba el átomo, que ni siquiera se alcanzaba a comprender y al siguiente alguien lo abrió y salieron todas estas cosas, tan pequeñas, tan insignificantes en nuestro día a día, pero tan poderosas en ese pequeño universo. Tan absolutas. Y comenzamos a estudiarlas como nadie nunca lo había hecho. Crecimos y nos hicimos cada vez más viejos. Juntos. Eramos tres niños que se hacían llamar científicos, pero lo cierto es que solo jugábamos con lo que no entendíamos. Damasco era el más callado, y creo que el más inteligente, el desarrollaba todas las ideas. Pero el gobierno lo mató, y tal vez a mí me suceda lo mismo. Leo era el excéntrico, nunca nadie sabía en que estaba pensando o que iba hacer a continuación. Él era el primero en aportar las ideas, por más locas que sonaran, siempre eran ideas que nos llevaban a algo, carecía de disciplina, tal vez por eso trabajaba tan bien con Damasco, se completaban. Leo fue el primero en mencionar la idea de moverse en el espacio de aquella manera. Recuerdo que ni siquiera habíamos comenzado a desarrollar nada, digo, un día lo mencionó mientras comíamos, Damasco apuntó un par de cosas en su computadora y eso fue todo. Al siguiente, como si pudiese ver el futuro, Leo dijo que el gobierno vendría por nosotros, darle a alguien la oportunidad de estar en cualquier lugar en cualquier momento era un arma muy poderosa y el gobierno no podía permitir que nadie más tuviese tal poder. Fue cuando lo vimos por última vez. Huyó con toda su genialidad. Tal vez si hubiese seguido trabajando con nosotros Garo no sería el único capaz de saltar. »Damasco y yo continuamos trabajando. Desde que Leo nos dejó las cosas cambiaron un poco, ya no platicábamos como antes, seguíamos trabajando y desarrollando la ciencia necesaria para poder mover algo de un punto a otro sin necesidad de pasar por el medio y de manera instantánea. Pero su cambio era obvio, sus ojos ya no lucían jóvenes y llenos de vida, se veían cansados. Un día el gobierno llegó por nosotros. Tal como Leo había mencionado. No dijeron nada, no preguntaron nada. Simplemente nos amordazaron y nos llevaron a la isla artificial. Nos encerraron y nos dijeron que continuáramos con la investigación, nosotros ya no tocaríamos nada, teníamos personas a nuestra disposición que serían nuestras manos y ojos, harían todo por nosotros. Al principió pensé que eran simples empleados de gobierno o personas que habían recogido en la calle y simplemente las había puesto ahí. Pero no. Estaban preparados, más que nosotros. Sabían lo que hacían, estaban familiarizados con toda la matemática que habíamos desarrollado en privado. Fue cuando lo supe, los rumores de que el gobierno te espía eran verdad. Estaban tan familiarizados que parecía que habían investigado por años codo a codo con Damasco o conmigo. El gobierno no solo escucha, también ve. Ve todo lo que sucede a su alrededor. Nos hizo creer que tenía poder, y fue lo mejor que pudo haber hecho, porque no nos dijo cuanto. A pesar de lo mal que nos trataban, yo decidí seguir con los experimentos. Pero Damasco se resistió, el insistía en que era nuestra investigación, que había sido de Leo, que no ayudaría al gobierno. Y así se siguieron los días. En ese entonces no podía ver el cielo, ni un rayo de sol, viví por mucho tiempo bajo luz artificial. Podía distinguir los días solo por el cambio de turno de los ayudantes que llegaban a ese extraño laboratorio. »A pesar de todo, Damasco nunca siguió con la investigación. Yo intenté convencerlo. No importaba quien hubiese empezado aquello o como nos trataban, lo cierto es que podíamos seguir aprendiendo y descubriendo. Se trata de conocimiento y eso es todo lo que importa. Sin embargo el nunca cedió. Un día, el primero en el que abrieron la celda, dos hombres que parecían guardaespaldas entraron por Damasco y se lo llevaron. No volvió jamás. Fue cuando lo supe, si no era útil para el gobierno se desharía de mí. »Seguí trabajando con el gobierno encima pensando que si llegaba a tener éxito todo ese sufrimiento no importaría porque podría saltar lejos de ahí y el gobierno no podría atraparme. Garo pensó en las palabras que le había dicho aquel joven del chaleco antes de suicidarse: «¿Cómo huyes de alguien que puede estar en cualquier lugar en cualquier instante? Haces que sea inútil atraparte». —Después de eso los días se volvieron rutinarios —continuó—. Había perdido a mis mejores amigos, a los científicos que sabían más que yo de esto. Pero eso no me detuvo, y ciertamente no detuvo al gobierno. Después de unos años de investigación llegó el momento de hacer las primeras pruebas con seres vivos. No podíamos usar ratas u otros animales debido a la mecánica detrás de los saltos, necesitábamos un ser inteligente que pudiera comprender el concepto y aplicarlo. Fue cuando el gobierno me presentó a un grupo de personas. No sé de donde las sacaron, solo me las presentaron. Todos eran hombres, me contaron que tenían un segundo grupo compuesto de mujeres en los que también íbamos a hacer los experimentos, pero por el bien de la salud psicológica de todos decidimos no seguir con aquello. Garo se revolvió incomodo en su silla. No quería recordar lo que seguía en la historia de Nají. —Garo fue el primero, no sé porque fue el primero. No sé si fue el destino que lo puso ahí o alguien tuvo la corazonada, pero él fue el primero. ¿Una maldición? No lo sé. Fue cuando nos vimos por primera vez, también fue la primera vez que me liberaron de esa jaula en años. Pasó en una camilla, le implantamos el circuito —Esta vez se dirigió a Garo—. Sí, es un circuito. Hasta hoy no te lo podía haber dicho. Comienza en el reverso de cada mano y se extiende a lo largo del brazo hasta cubrir buena parte de la medula. Garo observó sus manos. Las sentía ajenas. —El estuvo inconsciente en todo momento —prosiguió—. No porqué fuera médicamente necesario, el gobierno simplemente lo quiso así para que los sujetos de pruebas no supieran nada. Después de la recuperación, que fue de poco más de un día, pasaron hacia la sala de pruebas. Fue cuando todo se desmoronó. El gobierno lo supo en ese entonces. Garo hizo un salto de un par de metros. Dejó la ropa en su lugar pero su cuerpo entero apareció sano y salvo. Todos aplaudieron, algunos rieron. En lo personal me alegré. Mi boleto de salida de ese lugar y del poder del gobierno estaba ahí mismo, en Garo. »Siguió haciendo un par de saltos por el lugar, con cada uno hacíamos un muestreo de sus signos vitales y estado psíquico. Todo bien. Llamaron al segundo esperando resultados similares, pero no… —Nají tragó pesadamente, todavía recordaba lo que había sentido en ese entonces. Como la sonrisa se había esfumado en un instante— no fue nada similar. Le pedimos que saltara un par de metros a la izquierda. Vimos un destello azul en el lugar esperado pero el no apareció ahí. Solo lo hicieron parte de sus órganos. Cayeron sobre el frío suelo metálico y salpicaron de sangre. Fue horrible. Su cuerpo se quedó en su lugar, con su interior vacío, de pie, como si siguiese vivo. Murió en un instante. Ni siquiera me imagino lo que sintió al ver su médula espinal desgarrada de su lugar y arrancada la comunicación del cerebro. Todavía pienso que tenía las terminales necesarias para procesar el dolor y en realidad se mantenía ahí de pie porque no podía gritar o retorcerse. Había perdido las habilidades motoras. »En ese instante pensé en interrumpir todo y verificar de nuevo los cálculos. Pero no, la gente del gobierno presente insistió en que siguiéramos con los experimentos. Limpiaron el lugar y llamamos a otro. La solicitud fue la misma. Esta vez solo su cabeza saltó. Cayó encima de mis manos. Tenía la medula espinal colgando —Hizo una pausa y vio sus manos. Todavía podía sentir el peso de aquella forma con cabello—. Hubo gritos. Pero no, el gobierno quería más. Limpiamos de nuevo todo. Yo me lavé como nunca lo había hecho. Nunca había sentido repulsión hacia mis propias manos. »Llamamos a otro más. En mi cabeza solo podía suplicar que fuese el último y no pasara nada malo. En ese entonces no pensaba en el éxito que había sido Garo. El nuevo sujeto estaba de pie ante todos, le dimos las instrucciones y esta vez agregamos que no intentara obligarse a nada. Que se mantuviera relajado. Respiró profundamente, cerró los ojos. No pasó nada. Yo me giré en todas direcciones buscando por órganos que hubiesen saltado, pero no, no encontré nada. Miré al sujeto de pruebas y vi como abría los ojos. Seguía vivo. En ese instante le iba a pedir que se retirara, era mejor que simplemente fallara a que muriera, pero un empleado de gobierno le pidió que intentara de nuevo. Fue en ese momento que lo más horrible sucedió. Aun hoy en día no comprendo como Garo puede saltar con tanta facilidad y descuido cuando eso puede pasar: El destello azul brilló desde el estomago del sujeto de pruebas y una fuerte ráfaga de viento nos succionó a todos hacia el lugar al que debería de saltar. Él estalló. Como si alguien hubiese colocado una infinita cantidad de pequeños explosivos dentro del cuerpo, estalló en pedazos. Todos sus órganos volaron. La sangre cubrió a todos los presentes, incluyendo a Garo. Recuerdo haber visto la cara de horror de las personas ahí presentes. Muchos de los empleados de gobierno que se habían mostrado impertérritos hasta entonces no pudieron evitar vomitar. Fue cuando lo interrumpimos. Después de una pausa para relajarse prosiguió con un humor diferente. »Ya no me preocupa lo que sepa el gobierno de mí, tampoco voy a obedecer a sus amenazas. Hace tiempo decidí no seguir con esto bajo el poder opresor y un par de sujetos rudos en mi departamento no me van hacer cambiar de opinión. Le dirigió una mirada a Garo, sabía que le estaba diciendo «adelante, pregúntame lo que quieras». —Eso es muy interesante y, eh, asqueroso —interrumpió Ana— pero ha sido un largo día y yo quiero descansar. Digo, ya es más de medianoche. Los dos hombres asintieron. —Nají, puedes dormir en mi casa. Si vuelves a tu departamento… —El gobierno me matará —completó. Estaba consciente de su estado y lo frágil que se había vuelto en un instante. Garo se limitó a guardar silencio. Recordaba a Teresa. Todos se retiraron. Un día se terminó. Todos durmieron y descansaron. Un hombre alto, de complexión esbelta y brazos anormalmente delgados entró al lugar. Venía escoltado, pero los hombres que lo acompañaban no parecían guardaespaldas, eran muy pequeños y no mostraban ningún signo de musculatura. Ambos cargaban gruesas mochilas en la espalda y uno de ellos llevaba una idéntica en la mano. —Mujer, mujer —exclamó el hombre alto. Se estaba dirigiendo a una de las meseras. Sus dedos se movían con cada letra que salía de su boca—. Quiero ver al encargado de este lugar —Sus brazos parecían acentuar cada una de sus palabras. El movimiento de su cabeza era exagerado y antinatural pero hacía juego con su mensaje. Parecía un títere tratando de expresarse. La mesera clavó la mirada en aquel extraño ejemplo de ser humano, pero al fin fue hacia la parte trasera de la tienda y al poco volvió con su jefe. Traía un delantal como de costumbre. —Hay pocas personas que me pueden llamar, y tú no eres una de ellas —exclamó severamente—. ¿Quién diablos eres? El hombre alto hizo una seña a los dos más pequeños que salieron de la tienda. —No, no. Así no es como te rindes ante alguien y le pides su nombre a la vez —Juntaba el indice y el pulgar al hablar. Siempre moviendo su cuerpo ligeramente, con cierto ritmo. Los dos hombres cruzaron miradas por unos minutos. Parecían comunicarse con el silencio. Al fin, el encargado del lugar invitó al excéntrico a pasar al fondo de la tienda. Ahí había una mesa en la cocina, donde podían hablar en privado. Ambos se sentaron. El anfitrión no decía nada, estaba esperando que el otro hablase. —No te preocupes por no tener modales perro del gobierno. Sabemos que no les enseñan nada en esa isla artificial. El silencio se apoderó de la conversación. Ninguno de los dos parecía ceder ante una inexistente conversación. —Oh, es cierto. No tienes idea de quienes somos. Porque el gobierno no sabe nada de nosotros. El anfitrión intentaba deducir todo lo que podía de esas pequeñas frases que el excéntrico ser soltaba. —Todo estaría bien si solo te dedicaras a vender sopas. Nosotros apoyamos eso. Lo que no apoyamos es lo que haces en realidad. Se escuchaban los platos al fondo y las conversaciones animadas en el lugar. Las cucharas golpeando los platos, los vasos con agua. —Dime, dime. ¿Cuando se van a rendir? Porque nosotros vamos a destruir esa isla dentro de poco. Y también te vamos a matar a ti. Y a todas las personas como tú. Las tenemos bien identificadas. No te preocupes, será rápido. Tal vez te aplaste una roca enorme o un contenedor de basura, esos son más fáciles de encontrar. El rumor del lugar tomó nuevamente la conversación. Ambos hombres se miraron y finalmente el encargado del lugar espetó. —Le tienen miedo. Le tienen tanto miedo como nosotros —sonrió—. Nosotros no lo podemos tocar, ustedes tampoco. Por eso actúan a la defensiva. En respuesta el hombre alto se echó hacia atrás. Su espalda dibujaba una curva muy incómoda sin embargo la mantuvo por unos segundos. Se irguió con rapidez, se le veía indignado y antes de retirarse exclamó: —Dile, dile a los tuyos que abandonen esa isla. Que desaparezcan. Porque nosotros la vamos hacer estallar sin importar quienes se encuentren dentro. Diles, diles eso. El hombre caminó por el interior del restaurante hasta la salida y sus dos acompañantes le siguieron. Ana hacía una de sus visitas a su restaurante favorito. —Oye Ernesto, dame una, ya sabes como me gusta —gritó sin la menor muestra de deferencia dentro del local. Los pocos clientes que había tan temprano en la mañana le clavaron la mirada pero ella los ignoró. Ernesto habría el local temprano, aunque tenía pocos clientes, la mayoría era gente que se estaba preparando para ir a trabajar pero eran constantes y fieles. A esas horas no tenía tampoco ningún empleado, así que el mismo preparaba y servía todo, como en los primeros días de la tienda cuando todavía no podía pagarse un par de meseros y ayudantes en la cocina. Ernesto salió de la cocina y la saludó desde lejos mientras Ana tomaba asiento. Al poco regresó a la cocina para prepararle una sopa. Ana era soltera, en ese sentido se entendía más con Garo. nunca había tenido hijos ni una pareja estable. Las pocas relaciones que tuvo en su juventud fueron rápidas, algunas de ellas fueron simples tonterías de jóvenes, nada serio. Creció tranquilamente pasando de un empleo a otro. Fue mesera, secretaria, incluso llegó a ser guardia en un banco comunitario. Nunca se interesó por un rama del conocimiento en especial así que en sus exámenes obligatorios cada año elegía diferentes materias. Sabía lo básico de muchas cosas, pero nunca se especializó. Fue en el trabajo como guardia que conoció a Enrio. En ese entonces él ya tenía una familia completa que mantener y estaba juntando dinero en el banco comunitario por si le pasaba algo. Se saludaban todos los días. Ana en su puesto fuera del banco, resguardando el dinero de los vecinos, y Enrio, un cliente más. Pero lo que realmente los unió fue una noche inusual. Ana había decidido cambiarse al turno nocturno desde hace un par de días. No lo hizo por alguna razón en específico, se dijo a sí misma que quería probar algo nuevo, algo diferente, y no quería renunciar precisamente a su trabajo, así que simplemente cambió de turno. No era el de medianoche, su turno terminaba a la una de la mañana. Enrio llegó muy tarde ese día, él siempre hacía sus depósitos muy temprano por la mañana, pero por una razón que Ana nunca averiguó, ese día tuvo que hacer su depósito más tarde. Los dos conocidos se encontraron en la entrada del banco y se saludaron, intercambiaron un par de formales palabras: «Oh, ahora trabajas en la noche», «Sí, quería cambiar un poco la rutina» fue el hilo principal de la breve conversación. Enrio entró al banco e hizo su depósito como de costumbre. En el entretanto, Ana vio a un niño acercarse desde el fondo de la calle, lloraba. Era guardia y no podía dejar su posición por cualquier cosa. Al iniciar el empleo le dieron una formación, rápida y algo vaga, pero al fin al cabo era responsable de cuidar los bienes de alguien más e intentaba ser lo más profesional posible, así que no se movió para auxiliar al niño. Esperó y esperó. El niño caminaba lentamente hacia el banco. La mujer pensó que si se acercaba lo suficiente, podría preguntarle si estaba perdido sin dejar su puesto y podría llamar a un empleado del interior del banco. Pero antes de que el niño se acercara lo suficiente Enrio salió del lugar y lo auxilió. Ana no podía escuchar lo que decían. Al fin, él se acercó con el niño de la mano y sin previo aviso le dijo a Ana al oído: —Tenemos que llevarnos lejos a este niño. Abrió los ojos como platos. No conocía a Enrio en ese entonces pero nunca se imaginó eso. Rápidamente ella apuntó su escopeta al hombre. El llanto subía de volumen con cada minuto y los gritos amenazadores de Ana llamaron la atención de las pocas personas en el banco. Pensó que los dos guardias al interior tal vez saliesen a apoyarla, era la primera vez que tenía un caso. Era un banco comunitario pequeño y solo había tres guardias trabajando en todo momento: Uno afuera, una al interior y uno en la caja fuerte. Enrio hizo caso omiso. La haló bruscamente del brazo hacia él, con una mirada seria, le explicó lo que había dicho el niño: Iba a haber un robo, el niño era una distracción y, a la vez, la forma de entrar a la caja fuerte. Tenía explosivos atados al cuerpo debajo de la camisa y los ladrones lo había presionado para que entrase al banco y presionase un botón detonador cuando estuviera dentro del mismo. La guardia no lo podía creer. Pensó que tal vez Enrio formaba parte de los ladrones y solo había entablado amistad con ella para removerla de su puesto. Si los ladrones tenían explosivos, los dos guardias restantes no podrían hacer nada. Ella tampoco, pero al menos podría llamar a un grupo de guardias privados que siempre estaban disponibles para ese tipo de eventualidades, aunque fueran muy escasas. Mientras Ana esperaba una sopa pensó en que había tomado la elección más arriesgada en ese entonces: Decidió creer la historia de Enrio, pero no confiar en él. Con un par de personas, clientes del banco, viéndola, exclamó fuerte y alto que se mantuvieran alejados, que había explosivos en la zona. Tomó al niño, dejó su arma en el suelo y lo desnudó. Enrio permanecía a una distancia prudente por ordenes de ella. Como todo lo que había aprendido, sabía un poco sobre detonantes, pero nunca avanzó demasiado en el curso así que desactivarlos estaba fuera de sus conocimientos. Intentaba tranquilizar al niño mientras analizaba las conexiones. Se veían algo rudimentarios, pero no hechos por un novato, más bien por alguien experimentado con pocos recursos y tiempo. No sabía que tan grande sería la explosión, pero estaba segura de que a esa distancia ni el niño ni ella misma la librarían. Los minutos avanzaban y la situación seguía igual, hasta que Enrio exclamó algo. —¿Sabes por qué te pedí que nos lleváramos al niño? No porque necesitase ayuda para desactivar los explosivos, solo quería hacerlo sin llamar la atención. En ese preciso instante Ana se sintió estúpida. No lo pensó dos veces y dejó su posición. Se llevó al niño en brazos mientras Enrio les seguía el paso. Llegaron a un terreno abandonado y ahí desconectaron todo. Ana se maravilló con la velocidad y profesionalidad con la que Enrio hizo el trabajo. No lo notó nervioso en ningún instante, parecía que estuviese desarmando un juguete. El tren de recuerdos se vio interrumpido por la vista de Ernesto. —¿Qué me cuentas hoy? —exclamó mientras se sentaba enfrente de ella y colocaba el tazón en la mesa—. Vi en Internet que hubo una persecución en el lado norte de la ciudad, «un destello azul» le disparaba a otro. —Tenemos a uno —respondió con una sonrisa. —¿Capturaron a uno? —Ernesto no pudo evitar inclinar el cuerpo hacia adelante. —Un chaleco. Tenemos uno y está en buenas manos. Ahorita te digo —Ana cuchareó la sopa un par de veces y sintió como el alimento la llenaba de energía casi de inmediato. Ernesto exhaló nuevamente y se inclinó hacia atrás. El rumor del restaurante era más apagado que en otras horas del día. No se escuchaban charlas ni voces en el fondo. La cocina estaba en completo silencio. El único sonido que se percibía era el chocar arrítmico de las cucharas con los platos. —Entre Garo y yo logramos atrapar a uno de esos tipos —continuó—. Nos costó, nunca había corrido tanto en mi vida. Sí que son ágiles, pero al final logramos hacer que se descuidara. Garo le quitó el chaleco en un instante, y sin eso no son nada. Ernesto prestaba atención a lo que decía. —Queríamos sacarle algo de información al sujeto pero el desgraciado se suicidó enfrente de nosotros. —¿Cómo? ¿No lo sujetaron bien? —Sí —Ana se sintió ofendida por el comentario—. Pero el tipo hizo algo extraño con la boca. Quiere decir que hay cosas que no le pueden contar a nadie. Quien sea que organice todo esto debe de ser un loco, aunque no sé si los que le hacen caso están más locos porque parece que están dispuestos a perder la vida si fallan en la misión. Ernesto ladeó la cabeza. —Ah, sí. No te había dicho, lo atrapamos robando un banco, fue gracias a que estaba cargando con tanto dinero que no se nos escapó con todo lo que tenía. —¿Lo encontraron de causalidad robando un banco? Qué suerte. Ana agitó una mano mientras se llevaba un poco de sopa a la boca con la otra. —Lo planeamos. —¿Cómo? Ana guiño un ojo, no dejaba de comer. —Somos investigadores, ya te lo había dicho. Ernesto sonrió. Sabía que Ana se sentía orgullosa de ello. —Estos chalecos, resulta que fueron idea del gobierno. Todavía no sabemos porque los crearon, pero sí tenemos a alguien que puede averiguar todos esos detalles —Hizo una pausa para darle peso a sus palabras—: El científico que trató a Garo dice que funcionan bajo el principio que él mismo descubrió y desarrolló. Y los hicieron cuando Garo estaba apenas experimentando con su nueva habilidad. No hay que ser un genio para unir cabos. Ernesto la escuchaba atentamente. —A mí me huele que el gobierno hizo esos chalecos para mantener a Garo a raya. Pero, oh, y esto es lo hermoso, en un determinado punto se les filtró la información y ahora están en manos de esa organización. Ana terminó su sopa y finalmente dijo: —Por mí que el gobierno y esa gente loca se maten los unos a los otros. No me importa, y estoy segura de que a Garo ni Enrio. Pero algo sí sé, vamos a acabar con uno de los dos. Solo necesitamos a alguien que suelte toda la sopa. Después de pagar salió del restaurante lista para un nuevo día. Nají estaba desayunando. Se había preparado un par de huevos que encontró en el refrigerador de Garo. Miraba atentamente el chaleco azul. Lo había estado analizando toda la noche. Y no lograba comprenderlo. Lo que tenía enfrente era un producto muy diferente del que había visto en planos en las instalaciones del gobierno. ¿Y cómo habían pasado de ser del gobierno a estar en manos enemigas? —Yo sé que te has de sentir algo frustrado porque aquí no cuentas con equipo para analizar esa cosa, pero si se trata de algo fácil de fabricar puedes hacer el diseño en la computadora o usar uno de Internet y yo te ayudo a hacerlo en mis impresoras. Garo ya había desayunado. Se levantó mucho después que su invitado. Nají, por estar perdido admirando el chaleco, empezó a comer tarde. —No —dijo, no apartaba la mirada de la prenda mientras hablaba—, no es eso. Lo que sucede es que esto es tan diferente, único. Tiene cosas tan sencillas que no comprendo. —Por ejemplo —le quiso dar cuerda Garo. Sabía que no iba a entender del todo lo que diría el científico, pero de todas formas quiso escucharlo. —Por ejemplo la costura. ¿Qué pasa con esta cosa? Mira tu ropa. Al final de los pantalones tienes un acabado que asegura el final de los hilos para evitar que se deshilvane con el tiempo. La ropa es solo un conjunto de nudos, en algún punto empiezas a hacer el nudo y en algún punto halas para deshacer ese nudo. Es simple. Hizo una pausa para llevarse otro bocado con el tenedor. —En los pliegues de esta cosa —dijo mientras le daba un golpecito al chaleco— no hay ni una sola costura. Nada. Ni siquiera donde tiene impregnados los botones, que por cierto intenté sacar pero no pude. —¿Por qué la costura es tan importante? ¿No es más importante saber de que está hecho? Nají abandonó su asiento con un plato sucio en las manos. —Bueno, sí, pero ese tipo de detalles son importantes, porque, si esta cosa resiste los impactos distribuyendo la fuerza por todo su volumen ¿cómo lo fabrica uno? Se tiene que cortar el hilo del que esté hecho. Ese hilo transmitiría la fuerza del corte en toda su longitud y para cortarlos necesitarías una tijera enorme con una fuerza tan grande como para aplastar un edificio entero como si estuviera hecho de papel. Sin mencionar que en determinado proceso de su fabricación, sería imposible proseguir porque ya sería demasiado voluminoso como para cortarlo o penetrarlo con agujas. —¿Dices que es imposible fabricarlo? —Exacto, por principio debería de ser imposible de fabricar. Pero, bueno, aquí hay uno enfrente de nosotros. Garo tomó asiento en la cocina. Su rostro había cambiado repentinamente. Cómo si hubiese salido algo que había estado guardando durante mucho tiempo. Nají lo entendió e hizo el chaleco hacia un lado mientras tomaba asiento enfrente. El silencio hizo la conversación durante unos minutos. Los dos hombres se dirigían miradas duras. Garo hizo un leve gesto con la cabeza, como si extendiera una invitación al científico, quien de inmediato entendió. —Ahora que lo he dicho todo quieres que te responda esa pregunta ¿verdad? Garo asintió con la cabeza. Todavía estaba despeinado. —Está bien, te lo digo. Solo quiero recordarte algo, algo que ya te he dicho muchas veces pero parece que no logras entender: Me guardé esta información porque el gobierno me prohibió hablar. No sabes lo terribles que pueden ser. No solo te matan. Ojalá hicieran eso. —Corta eso de una vez. Solo dime como rayos funciona esto —se apuntó hacia el dorso de la mano. Ahora sabía a donde apuntar. Nají se aclaró la garganta. Se irguió con lentitud y llenó un vaso de agua. Era un invitado en esa casa pero se comportaba como si fuese suya. —Es más sencillo de lo que parece. No sé realmente porque te interesa tanto. Supongo que es por la misma razón que a los seres humanos nos da curiosidad saber como funciona el estómago, por ejemplo, por esa misma razón alguien en el pasado abrió un cuerpo y quiso ver que era lo que convertía el alimento en algo tan desagradable. Y de pasó descubrir la razón tras ello. —Dímelo de una vez —replicó Garo. Nají tomó asiento. —Usamos un par de principios presentes en la mecánica cuántica, nada complicado comparado con el funcionamiento del mundo a ese nivel. Leo fue el de la idea y quien desarrolló todas las ecuaciones iniciales, las más difíciles. En el instante en que decides saltar, mueres, bueno, más bien dicho te desintegras. Pero no desapareces, no, eso es cosa de fantasía. Con «desintegrarte» me refiero a que literalmente todos los átomos que te componen se desprenden. —¿Es como una de esas cosas que se ven en las películas independientes de fantasía? —No —Nají rió. Siempre le parecía cómico como los lerdos intentaban comprender la ciencia a partir de películas—. No te descompones y te armas en otro lugar. Eso no tiene sentido, significaría que tendría que conservar tu memoria y otras cosas en algún lado. Y bueno, no sé como extraer los recuerdos de un cerebro, o en que parte del mismo descansan. Esa, Garo, esa sí es ciencia complicada. —¿Entonces? —Aun cuando te desintegras sigues siendo tú mismo, en todo momento. Como te decía, se usa un par de cositas presentes en mecánica cuántica. Las pequeñísimas partículas que componen el átomo se descomponen en partes aún más pequeñas, a este nivel existe un tipo de enlace, dos partículas totalmente diferentes se puede enlazar y así cualquier cosa que le hagas a una, también le sucede a la otra. —¿Y eso que tiene que ver con viajar grandes distancias en un instante? —La clave, mi curioso niño, está en que si todos estamos compuestos de átomos quiere decir que todos estamos hechos de lo mismo y no importa que yo te saque un átomo y te ponga el que alguien más traía en su cuerpo. Déjame explicarte con más detalle. Buscó por la cocina un par de cosas y prosiguió: —Imagina que este salero eres tú y este frasco de mayonesa denota el lugar al que quieres saltar. Al momento de saltar te desintegras y todas las partículas que te forman se dispersan y se enlazan con la partícula más cercana que encuentran y estas a su vez reciben la orden de enlazarse con la más cercana. De esta manera se hace una red. Esa red eres tú. Por un instante ínfimo de tiempo eres una pared, un edificio, un retrete. Todo lo que esté a tu alrededor al momento de saltar. —¿Soy todo el mundo en ese instante? —No. Ni que fuera algún dios o algo. Nada de eso, todo esto sigue la física de siempre. Nosotros no creamos una nueva ciencia ni nada, solo nos aprovechamos de las leyes físicas que ya existían. Al momento de formar la red, se necesita energía al comunicarse con cada nueva partícula para agregarla a la misma. Enlazar dos partículas no es tan complicado realmente y no se necesita una cantidad explosiva de energía, pero los saltos hacen un uso intensivo de este simple principio. Así, las partículas que forman tu cuerpo enlazan con todas las que puedan, una cantidad ridícula de ellas, más que las estrellas que puedes contar en el cielo. Y cada nuevo enlazamiento necesita energía, y esa energía proviene de ti. De tus músculos, de tu grasa, de tu cuerpo. Por eso te sientes agotado después de mucho saltar. Garo sentía que comprendía más de sí mismo y de un ser ajeno a él que había vivido en su cuerpo desde que se sometió a esa operación. —Después de que se ha formado esta red, que puede cubrir varios kilómetros a la redonda y cualquier dirección, es momento de saltar. Y eso es lo más sencillo. Puedes aparecer en cualquier lugar de la red por que tú eres ella. Todas tus partículas están enlazadas. Si yo golpeo una de esas partículas, si pudiese hacerlo, toda la red se estremecería. Si tu eres el salero y ya te desintegraste en una red que cubre el frasco de mayonesa, simplemente es cuestión de cancelar ese enlazamiento, pero en vez de ser nuevamente las partículas que iniciaron el proceso, cancelas el enlazamiento en todos los lugares, menos donde se encuentre al frasco de mayonesa. El científico movió el salero hacia donde estaba el frasco. —Pero, y este es un detalle interesante —dijo mientras golpeaba el salero con el frasco que permanecía fijo en su lugar—, estamos en la Tierra. En todos lados hay materia. Sino hubiese materia allá al lugar al que quisieses saltar simplemente no podrías porque no habría partículas con cuales hacer el enlazamiento. Garo alzó una ceja. —El frasco de mayonesa que representa el lugar hacia el que quieres saltar está, al igual que tú, compuesto de partículas. Este lugar puede ser solo aire, pero el aire es importante, no puedes estar en el mismo lugar que otro cuerpo a la vez. Este pequeño problema lo resolvimos en el laboratorio de gobierno. Lo que se hace es sencillo. Lo que sea que esté en el lugar al que quieres saltar es puesto en el lugar del que provienes. Así, el enlazamiento de la red se divide en dos y se cancela desde el medio hasta la fuente y el destino. —No entiendo. Si salto de aquí, donde estoy yo, hacia el interior de una pared ¿Un trozo de pared con mi forma aparecería aquí y yo aparecía donde estaba la pared? —Exactamente —afirmó Nají como si estuviera enseñando a un niño. Colocó el salero donde estaba el frasco de mayonesa, y este último lo puso donde estaba el salero—. Y así es como logras saltar. No es complicado ¿verdad? Garo guardó silencio por un momento. Estaba pensando en todo lo que le había dicho el científico. —Pero si puedo saltar hacia cualquier lugar donde haya materia ¿por qué en ese entonces me dieron instrucciones de no intentar saltar hacia lugares con objetos sólidos? —Porque, Garo, si tuviera todas las respuestas no serías el único que podría saltar. El principio inicial es sencillo, pero hay muchos detalles que solventar. Por ejemplo, lo más simple: Si puedes moverte de un lugar a otro en un tiempo nulo, quiere decir que tu velocidad es infinita. Y eso, por alguna razón, no le gusta a la naturaleza. Lo cierto es que tu no te mueves a una velocidad infinita. Saltar, hacer en enlazamiento de tantas partículas a la vez, requiere tiempo. Es muy pequeño, ínfimo, pero no completamente nulo. —¿Entonces me muevo muy rápido? —No, en realidad al saltar ni siquiera te mueves. Como ya te dije, el enlazamiento de dos partículas implica que lo que le hagas a una le sucede a otra. Si muevo una, la otra también lo hace sin que yo tenga que aplicar una segunda fuerza. Al saltar, ninguna de las partículas enlazadas se mueve de su lugar, solo comparten información, así, cuando saltas solo cambian las partículas que te conforman. Garo se sintió alienado. —¿Entonces la primera vez que salté dejé de ser yo? —Bueno, eso de ser uno mismo y definirse es una cuestión más filosófica que, sinceramente, no es mi fuerte. Solo sé que el que está frente a mí es el mismo Garo que conocí años atrás. Con diferentes partículas, pero los mismos recuerdos, actitudes y habilidades. —¿Y esto que hace? —Apuntó al dorso de su mano. —Ah, claro. Se necesita una computadora que haga todos esos cálculos al momento de saltar. Y, bueno, a pesar de todo la mejor computadora del universo sigue siendo el cerebro humano. La conversación se apagó repentinamente. Garo tenía mucho que pensar. Nají se retiró al ver que no surgían más preguntas, pero antes de que fuera lejos exclamó: —Entonces, si no estás seguro de algunas cosas podría intentar saltar a una pared y ver que sucede. —Mejor no —dijo Nají—. O mejor dicho: Si quieres seguir vivo y no morir como lo hicieron tus compañeros en el experimento, no lo intentes. Ciertamente no conozco todos los detalles pero sí sé que el aire que te sustituye en el lugar que dejas no se comporta de la misma manera que el que sustituiste al momento de saltar. Es como si saltases hacia una pared y el muro que aparece para tomar tu lugar apareciese destrozado. «Tal vez Leo hubiese podido arreglar ese problema» pensó mientras dejaba la cocina atrás. El timbre sonó mientras Nají pasaba cerca de la puerta principal. Nuevamente hizo gala de sus modales como invitado de la casa al abrir la puerta. —Hola —dijo mientras sonreía y apuntaba un arma hacia el torso. —Nada de armas —dijo el pequeño hombrecillo que lo acompañaba a su derecha. —Ni cuchillos —agregó el otro hombrecillo que yacía de pie a la izquierda mientras cargaba dos baldes llenos de una sustancia amarillenta e irreconocible. El científico abrió los ojos como platos frente a aquel amenazante trío. Todos tenían chalecos azules. El hombre del centro era mucho más alto y de mayor edad que los otros dos, destacaba demasiado, como si no formara parte de ese grupo. —Buscamos a un asesino —dijo el hombre alto mientras se enfundaba el arma. Empujó al científico bruscamente para abrirse paso dentro de la casa—. No te preocupes, yo mismo lo buscaré si es necesario. Garo escuchó una voz familiar venir de la entrada principal. Despabiló la mente de tantas preguntas y se acercó al lugar. —¡Enrio! —exclamó al encontrarse con su viejo amigo en medio de su sala—. Ese chaleco —dijo apuntando al torso. La mano le temblaba. No estaba seguro de como reaccionar. Los recuerdos de Teresa y el día de su muerte se agolparon en su mente. La vista se le nubló. No podía pensar con claridad. —Hola, mi viejo amigo. ¿Disfrutando de la vida? ¿Por qué no habrías de hacerlo? Tienes una. Perro del gobierno. —Enrio, te equivocas —tartamudeó Garo. —¡Asesino! —gritó furioso Enrio. La sonrisa abandonó su rostro. Garo vio la misma cara que ese día bajo la lluvia, pero esta vez no había lagrimas en los ojos. Esos ojos ya no miraban el pasado y lo culpaban. Solo había ira en ellos. —Concéntrate —dijo el hombre a la derecha de Enrio. —Sí, concéntrate y termina rápido —agregó el de la izquierda que no soltaba los pesados baldes. Garo dio un par de pasos hacia atrás. Se sentía abrumado. La fuerza lo abandonaba. Solo podía ver los ojos de Enrio, no notó al científico que todavía estaba en el suelo presenciando la escena. —Me dijeron que tenías un chaleco que no te pertenece. ¿Dónde está, asesino? Garo no respondió, estaba de rodillas en el suelo. No podía creer aquella escena. —Ya, no te molestes. Yo lo busco —Acto seguido el grupo se movió por toda la casa hasta que uno de ellos gritó desde la cocina. —Oh, sí lo tenías. ¿Dime, averiguaste algo? ¿No? ¿Tu habilidad para estar en cualquier lugar no te sirvió de nada? —rió con malicia—. ¡¿Qué se siente ser como todos los demás?! Gritaba con una voz muy grave. —Ya, no te molestes en pararte. Ya nos vamos. Solo tenemos que hacer una cosa antes de retirarnos. Hizo una seña con la mano y el hombrecillo a su izquierda arrojo el contenido de uno de los baldes sobre Garo. Quien, aún perdido en sus recuerdos, logró saltar antes de que dicha sustancia lo tocara. —Oh, eres tan escurridizo como siempre —Desenfundó su arma y disparó un par de veces hacia Garo que esquivaba cada bala saltando hacia un nuevo lugar en la sala—. ¡Solo sabes huir! ¡Cobarde! Puedes hacer grandes cosas con esa habilidad pero solo la usas para huir ¡Asesino! El estruendo de las balas y los gritos bañaba toda la casa. Garo seguía confundido pero esquivaba cada bala. Enrio no se había movido de su lugar, solo se perseguían con la mirada. Las balas impactaban con la pared, los destellos azules aparecían por toda la habitación. Al fin, Garo tomó su arma y apareció justo enfrente de Enrio. —¿Me vas a disparar? —exclamó, se le veía confiado. Bajó el arma y clavó los ojos sobre Garo. Sus miradas no hablaban, era simple ira. —¡No puedes matarme! ¡No eres capaz! —espetó nuevamente. Su compañero arrojó el contenido del otro balde hacia Garo quien saltó dejando el arma en el aire. —¿Sabes porque no puedes matarme? ¡Porque eres un cobarde! —nuevamente comenzó a disparar. Apuntaba hacia donde veía el destello azul pero Garo hacía saltos inmediatos. No iba muy lejos, todo era en la misma habitación. Los cuadros colgados de las paredes estaban destrozados, algunos caían al suelo. Las paredes se encontraban agujereadas. El sofá parecía saltar con los resortes que tenía a la vista. —Estos tipos me dijeron que eras un perro del gobierno —gritó mientras disparaba. Hablaba al aire, Garo se movía por todo el lugar—. ¡¿Lo eres?! ¡Enfréntame! Maldito cobarde. Los saltos no cesaban, estaba agotándose con rapidez, mucho más rápido de lo que había pensado. Saltó hacia el techo de su casa y vio su cuerpo por un instante. Respiró profundamente intentando calmarse. Aún podía escuchar los disparos dentro de la casa. Notó algo en su mano derecha, con la que sostenía el arma. Era una sustancia pegajosa, un gel extraño. Una capa gruesa cubría su mano y la volvía anormalmente pesada. Movió bruscamente el miembro intentando zafarse de aquella sustancia, pero esta no cedió, de hecho, casi no reaccionó al movimiento. —¡Gaaaaaro! —se escuchó un grito desde la calle y un par de balas al aire. Había salido de casa— Yo sé que no estás lejos. ¡Acércate desgraciado! «Nají» pensó repentinamente Garo. Estaba en la sala, lo había olvidado. Se irguió lentamente y desde el techo de la casa analizó la escena. Ahí estaba Enrio, con los ojos en todas direcciones, buscándolo. Uno de los dos hombrecillos que lo acompañaban tenía amarrado a Nají. —Suéltalo Enrio —gritó desde la azotea. El viento hacía ondear su ropa—. Él no tiene nada que ver en esto. —Ahí estás cobarde. Y mira que yo pensaba que eras intocable. Apuntó con el arma a la cabeza del científico quien intentaba zafarse de las sogas. —Esta gente me enseñó muchas cosas. Verás, hay algo que siempre me dio curiosidad sobre tu habilidad —hablaba a gritos—. Algo simple: ¿Por qué cuando llovía, de todas las veces que te apareciste en mi oficina o en mi casa sin avisar, llegabas a tu destino empapado? Yo pensaba que si puedes saltar con tu ropa o con alguien más mientras lo tocas, también puedes elegir no hacerlo. Y siempre me dio curiosidad saber porque simplemente no saltabas sin todas esas gotas de agua que bañaban tu cuerpo. Garo tragó sonoramente. Esa organización sabía más de su habilidad que él mismo. —¡Es porque no puedes! ¡No eres tan grande como pareces! ¡No puedes salvar una vida! —cargó una bala en el arma, en ningún momento movió el cañón de la cabeza del científico—. Te ves agotado Garo. ¿Por que será? Si solo has estado saltando dentro de tu casa. Saltó y apareció detrás del trío en medio de la calle. Respiraba con dificultad, el sudor empapaba su ropa. —¿Intentaste quitarte eso que tienes en la mano? ¡No puedes! —Apuntó y disparó hacia la posición de Garo quien saltó unos metros a la izquierda. El cañón volvió a rozar la cabeza de Nají. —Es un gel de alta densidad. Tan denso que con un poco de esto haces diez quilos de peso. Y es como el aceite, no lo puedes lavar tan fácilmente. La mano cubierta de aquel gel ocupó la mirada de Garo por unos instantes. Luego se giró hacia Nají, los ojos de este gritaban por ayuda. —¿Te estorba? Dime Garo ¡¿te estorba?! ¿No es tan fácil saltar con eso en tu mano? —Y con un grito desgarrador agregó—: ¡Pues salta sin él! A esto le siguió una rápida ráfaga de disparos. Garo saltaba esquivando cada uno, Enrio no se movía de su lugar, sabía que su oponente no intentaría ir muy lejos. —No puedes. No puedes saltar sin ese gel así como no puedes saltar sin el agua que te empapa. Los objetos sólidos tienen un contorno bien delimitado, pero los fluidos no. Para saltar con ellos necesitas hacer muchos más cálculos. ¡Y tu cerebro no puede hacer esos cálculos! ¡Nadie puede! Por eso saltas con él. —Suéltalo —interrumpió Garo. Sus ideas se estaban aclarando con cada salto que daba. Enrio dejó de disparar abruptamente y miró fijamente a Garo. Había fuego en las miradas de aquellos viejos amigos. —Claro, por qué no —Enrio cambió su tono. Era más pausado. Tal fue la orden, sus compañeros desataron al científico quien atribulado salió corriendo hacia Garo. —Tu habilidad no es nada. No puede salvar a nadie —dijo Enrio y en un instante elevó el arma y disparó hacia Garo quien no dudó en saltar. Un segundo disparo impactó en el científico que se había quedado en su lugar. Garo observó a Nají caer desde su nueva posición. Los estruendos seguían. Un tercer y cuarto disparos alcanzaron el cuerpo del científico antes de que Garo pudiese saltar nuevamente hacia él. Su cuerpo descansaba en medio de la calle. Enrio seguía disparando, esta vez apuntando hacia Garo quien, en un instante hizo algo por lo que se arrepintió por mucho tiempo. Saltó. Saltó dejando el cuerpo del científico en medio de la calle. Enrio reía, había dejado de disparar al ver que su objetivo ya no estaba cerca. Era una risa maligna. Engullía la escena. —¡No puedes salvar a nadie! ¡No puedes! —dijo finalmente. En ese entonces Enrio tenía dos niñas en vez de un par de adolescentes. Pasaba poco tiempo en casa y el trabajo no era del todo flexible, pero siempre que podía jugar con sus hijas, que le daban abrazos sin dudarlo, aprovechaba la oportunidad. Un día de esos conoció a Garo. —Elia tiene fiebre —exclamó su esposa. Enrio había estado trabajando todo el día y se sentía exhausto. Tenía un fuerte y punzante dolor de cabeza, la espalda lo traicionaba y solo quería descansar, ver las sonrisas de sus hijas antes de que se fueran a dormir. Y su esposa lo recibió en la puerta con aquel mensaje. —¿Ya le diste el medicamento? Es una simple gripe —respondió mientras se quitaba los zapatos y se aflojaba la camisa. Trataba de evitar el tema. —Sí, ha estado así por un par de horas. Enrio no podía pensar con claridad. Fue a la cocina y tomó un vaso de agua. Sentía el refrescante líquido invadir su cuerpo y relajar sus estresados músculos. —¿Probaste a darle otra dosis? Recuerda que cuando Teresa estuvo enferma el doctor del hospital comunitario nos dijo que podía presentarse una ligera fiebre. Una segunda dosis arreglaría el problema en una o dos horas —Enrio evitaba los ojos de su esposa al hablar. Y ella le buscaba la mirada, se le veía atribulada. —No, no quise darle otra dosis porque es la tercera que le doy en el día. —Escucha —espetó Enrio cansado del tema—. Déjame darle otra dosis, que haga efecto durante la noche mientras descansa. Te apuesto que en la mañana ya estará llena de energía. La mujer no se vio muy convencida pero al fin cedió. Le dio el medicamento a su esposo y se retiró a su habitación. Enrio, después de cenar solo y en silencio, subió al cuarto de las niñas y le dio el medicamento a Elia. Teresa, que no estaba dormida todavía, bombardeó de preguntas a su padre. Él intentó contestar todas con la mejor cara posible pero lo cierto es que estaba agotado y en determinado punto ahuyentó a la niña con la voz. Derrotado se fue al fin a la cama. Las luces de la casa se encontraban apagadas. Reinaba el rumor de las máquinas procesadoras de basura en la noche. Enrio daba vueltas y vueltas en la cama. El dolor de cabeza no lo dejaba dormir. Las sabanas lo hacían sentir acalorado cuando las tenía encima e incómodo cuando no. Su esposa parecía dormir con tranquilidad. Las horas se sucedieron y Enrio entró en un estado de sopor. No dormía, pero tampoco estaba del todo despierto. La mente se le aclaró con el pasar de las horas. El rumor de las máquinas no era tan intenso como antes, algunas ya habían terminado su trabajo. Las ideas lo comenzaron a bombardear, poco a poco comenzó a sentirse cada vez más despierto. Recordó cuando Teresa tuvo una gripe con fiebre. Duró dos días en cama, pero con la visita al doctor y el medicamento se recuperó sin problemas. Recordaba el calor que despedía el cuerpo de su hija, ahí en la cama, sin energías y con los ojos apagados. Tan frágil. «Una fiebre alta y prolongada puede causar serios daños» recordó las advertencias del doctor en ese entonces. «Si persiste, no intente aumentar la dosis, mejor venga a verme». El corazón se aceleraba. Insistía dentro de su pecho, la sangre irrigaba todo su cuerpo con energía. Enrio se levantó rápidamente de la cama y fue al cuarto de las niñas. Ahí estaba Elia, dormía cubierta, respiraba con dificultad. Aun entre la oscuridad de la habitación se percibía un suave brillo rojizo en la cara de la niña. Se acercó a ella, sintió suavemente su frente. Estaba ardiendo. Su corazón se aceleró de nuevo. Fue por el termómetro al baño y lo colocó debajo del brazo de la niña. A pesar de los movimientos esta no parecía salir del letargo provocado por la enfermedad. Esperó un par de minutos que le parecieron eternos y al final se llevó el aparato hacia la cocina donde estaba la luz encendida: Cuarenta grados Celsius marcaba el pequeño dispositivo. Enrio abrió los ojos como platos. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el cuarto de la niña y la tomó entre brazos, la cargaba como cuando era bebé. «El hospital comunitario está a solo tres cuadras, seguramente hay alguien en urgencias en este momento». Salió de la casa en pijama. La débil luz de las farolas iluminaban su camino. Las calles estaban desiertas, el viento era frío. «No te preocupes Elia. Este aire no te hará nada, estás bien cubierta, en poco tiempo te sentirás mejor» se dijo a sí mismo mientras corría con la niña. Una cuadra antes de llegar al hospital se cruzó con un hombre que sujetaba una botella. Pasó de él y siguió su camino. Veía las luces del pequeño hospital comunitario al fondo de la calle. «Ya llegamos Elia» se insistía. —Oh, ¿qué tenemos aquí? —Su rápido paso se vio cortado por un par de hombres. Ambos tenían grandes barbas y por su peinado parecía que no habían tomado un baño en mucho tiempo. —Una niña parece ser —agregó el otro. Cercaron a Enrio quien se vio con la espalda contra la pared de una tienda. —¿Crees que la podemos vender a un buen precio? —¿Venderla? Olvídalo, me gustaría jugar con ella. El corazón de Enrio no había descansado y el pulso cambió de velocidad una vez más. Su miedo cambió de mira. Se veía indefenso ante los dos hombres. Se decidió a pasar corriendo entre los dos, no le importaban las armas o que lo lastimaran, solo quería llevar a Elia al hospital lo más rápido posible. Antes de que pudiera poner su plan en marcha recibió un puñetazo directo en la cara, mientras un segundo golpe se impactó contra el otro lado de su rostro. Sintió como le arrebataban a la niña de los brazos. —¡No! —escapó un gritó ahogado. Pensaba en como había sido su culpa. En como él mismo había arrastrado a la niña hacia esa situación. Sabía que estaba enferma, que la fiebre le había durado demasiado tiempo. Debió de haberla llevado al hospital desde que llegó a la casa. Pero no, decidió descansar. Evitó la situación y tomó la salida fácil. La desesperación aumentaba. Veía como uno de los hombres se llevaba a la niña calle abajo entre los golpes que propinaba su compañero. Enrio no podía ayudar a su hija. La oscuridad se lo tragaba. Sentía como, con cada golpe, caía en un agujero muy profundo, la negrura invadía su cuerpo lentamente. No podía pisar con firmeza, no tenía de donde asirse. La desesperación se lo tragaba todo. —Oye —se escucho una tercera voz. Los golpes se detuvieron. Enrio sentía la sangre brotar de su rostro, la piel le dolía, tenía la cara inflamada. Aun así logró ver como la trémula luz de las farolas iluminaban a un tercer sujeto. Tenía una botella en la mano. —Eso no te pertenece —exclamó el hombre. El líquido en el recipiente se movía de un lado a otro. Sin previo aviso, la oscuridad se los trago a ambos. Fue en un instante. Desaparecieron. Enrio se sintió desorientado. Acto seguido el hombre que lo había estado golpeando cayó del cielo, se escucharon los huesos crujir y destrozarse. Un grito de dolor acompañó ese sonido. Un destello azul apareció a lado del hombre que seguía corriendo con la niña en brazos. El hombre de la botella apareció inmediatamente después. Enrio no lo podía creer. En un abrir y cerrar de ojos el destello apareció justo enfrente de él y a este le siguió el hombre de la botella. Sujetaba con una mano a Elia. —Esto es tuyo —dijo mientras le pasaba a la niña que estaba hecha un ovillo como si fuese un saco de papas. Enrio la sujetó—. Nos refugiaremos en el hospital, cierra los ojos. Abrazó a Enrio quien a su vez tenía la niña en los brazos, formándose con ello una pequeña cúpula que protegía a Elia. Los dos hombres la protegían. Enrio sintió un cambio de iluminación. La luz era blanca, límpida, tuvo que entrecerrar los párpados. Estaban dentro del hospital. No podía cerrar la boca de la sorpresa. Todo había pasado tan rápido que lo sentía irreal. Incluso había olvidado momentáneamente el dolor que los golpes le exigían. —Tienes que verte esas heridas. ¿Es tu hija? Deberías de aprovechar a que le den una revisada ya que estás en el hospital. La sentía algo caliente, tal vez tiene fiebre. Enrio seguía congelado. Estaba de pie en medio de la sala de espera del hospital. En el lugar no había ni un solo paciente. Se veía escaso personal en los pasillos y en el área de registro. El hombre tomó asiento e inclinó la botella. La fuerte bebida hacía arder su garganta. —¿Quién eres? —dijo finalmente Enrio. —Has de haberme visto en la página comunitaria de la ciudad o, bueno, en cualquier parte de Internet. Mi nombre es Garo. Todos me conocen, nadie quiere nada que ver conmigo. Sonreía al hablar. Garo apareció enfrente de Ana, estaba saliendo del restaurante y se dirigía hacia la oficina. —Garo, ¿Qué sucede? —se veía agotado, no podía sostenerse en pie—. ¿Qué es eso que tienes en la mano? Con brazo al hombro, lo llevó de vuelta al restaurante de sopas. Tomaron una mesa y Garo se desplomó sobre ella. Las miradas del poco público que había alrededor saltaban de cuando en cuando. Después de un par de vasos de agua Ana se decidió a obtener respuestas. —¿Te atacaron nuevamente? —Fue Enrio… —La respiración era lenta y pausada—. Enrio me atacó. Ana abrió los ojos como platos. Se escuchó el rechinar de la silla al moverse ligeramente en el suelo. Todos los músculos se le tensaron. —Está con ellos —continuó Garo—. Tenía un chaleco azul y venía con todo. Lo acompañaban un par de sujetos iguales a los que han estado robando los bancos. En ese momento Ana recordó que Garo no era el único en su casa. —¿Y el científico? Garo negó con la cabeza lentamente. —Lo mataron. Ana intentó imaginarse a Enrio matando a alguien más. Pero no pudo. Lo había visto enojado, era común en su actitud, incluso lo había visto realmente enojado, cuando no le importaba nada y toda su ira y atención se dirigían como agujas a un solo punto. Pero no podía imaginarse a su compañero matando por placer. Como si una chispa se encendiera sin previo aviso Ana exclamó: —¿Y el chaleco que habíamos conseguido? —Se lo llevaron. Dejé a Nají ahí, ni siquiera pude traer su cuerpo. ¡De nuevo solo me preocupé por mí mismo! ¡No lo pude salvar! —gritaba. Muchos de los clientes del restaurante se asustaron. Las miradas se concentraron en un solo punto, Garo no los notaba— ¡Soy un maldito! Muchos clientes pidieron la cuenta, algunos ya habían abandonado la mesa y estaban a punto de irse. Ernesto se acercó a los dos investigadores. —Lo siento, Ernesto. Creo que te estamos arruinando el negocio —se disculpó Ana. —Bueno, si quieren hablar pasen a la cocina —dijo con voz suave al ver el estado de Garo. Se acomodaron de nuevo en la mesa que usaban Ana y Ernesto para hablar de cosas privadas. Ya había un empleado trabajando, se movía de un lugar a otro con platos de sopa. —¿Hasta dónde te persiguieron? —Todo pasó dentro de mi casa —Garo no pudo evitar pensar en lo destrozada que estaba la sala—. Nají les abrió la puerta, bueno, yo habría hecho lo mismo. Enrio llegó y comenzó a buscar el chaleco, una vez que lo encontró empezó a dispararme. Tenían esta cosa —Garo alzó ambas manos, todavía tenía la sustancia en la mano derecha—, este gel. Creo que lo llamó gel de alta densidad. Ana se le quedó viendo. —Es muy pesado —continuó—. Me arrojaron dos baldes de esto. El primero logré esquivarlo pero el segundo —la imagen de él apuntándole a su amigo se le vino a la mente— alcanzó a cubrirme la mano. Intenté saltar para librarme de esta cosa pero en vez de eso salté sin el arma. Ana comenzaba a atar cabos. Se imaginaba que sucedería si Garo fuese totalmente cubierto de aquella sustancia. —Por el momento tenemos que quitarte esto —dijo—. Déjame ver si Ernesto puede echarnos una mano con lo que tenga en el negocio. Garo seguía agotado pero estaba un poco más relajado. Descansaba incómodamente sobre la silla. Tenía los ojos cerrados y los brazos como péndulos colgándole a un lado. Enrio lo había obligado a saltar demasiado con ese gel en la mano. Pensaba si no lo había planeado desde un principio. Lo agotaría lo más posible y, cuando ya no pudiese saltar más para esquivar las balas, lo mataría. Quiso evitar imaginarse a su amigo asesinándole pero la mirada llena de furia que había visto en él se le había grabado en la mente. Solo podía recordar la ira en su rostro, disparando, intentando matarle. —Ya le dije a Ernesto. Va a intentar usar una espátula y la parte no afilada de un cuchillo, dice que no importa que sea realmente denso, sigue siendo un gel y se puede quitar como si fuera un aderezo —Tomó asiento frente a él. Ana vio a Garo, rendido, derrotado. Era la segunda vez que lo veía así en tan poco tiempo. Recordó la vez que llegó a la oficina después de la muerte de Teresa. No fue al funeral pero se preguntaba sino habría estado cerca del lugar. ¿Sé habrá disculpado con Enrio? ¿Por qué Enrio estaba tan obsesionado en creer que todo había sido culpa de Garo? Intentó imaginarse que sería tener aquella habilidad. Pensó en cosas banales, lo sencillo que sería ir al trabajo, cada vez que quisiera podría ir a casa, recoger algo rápido y estar de vuelta en la oficina. No tendría que caminar a ninguna tienda, solo lo pensaría y en un instante ya estaría ahí. Luego vio a Garo. Agotado, con el brazo cubierto de la sustancia descansando sobre la mesa y el otro colgándole a un lado. No había podido salvar a Teresa. Recordó cuando Enrio se lo presentó, lucía como un vagabundo. Ellos le dieron el trabajo como investigador. Garo no se veía feliz. Ana sonrió para sus adentros, sintió un amor casi maternal. «No, no lo envidio» pensó como si respondiera una pregunta que se había hecho hace años. La vista de Ernesto acercándose con un cuchillo interrumpió el tren de ideas de Ana quien abandonó su asiento. El dueño del lugar la ignoró por completo y fue directo hacia Garo, todavía tenía los ojos cerrados. La sangre brotó. Ana abrió los ojos como platos por segunda vez en el día, no podía creer lo que veía. Un grito desgarrador invadió la tienda. El cuchillo había atravesado por completo el brazo de Garo hasta enterrar la punta contra la mesa en el que este descansaba. —No podemos permitir que te les unas —exclamó Ernesto. Tomó el cuchillo de nuevo y lo dirigió hacia el torso del herido. Un destello azul apareció en el fondo de la cocina. Se escuchaban murmullos al otro lado de la pared, donde estaban las mesas del restaurante. —Ana me dijo que no podías saltar tan fácilmente con esa cosa. Ernesto corrió fútilmente hacia Garo. Este ya no saltaba para huir, solo se movía entre los muebles de la cocina, esquivando el cuchillo del hombre de mirada serena. Ana veía todo desde el otro extremo. No quería creerlo. El hombre que conocía desde hace tanto tiempo, con quien platicaba todos los días, le contaba todos sus secretos. Su confidente. Y el tiempo se detuvo para ella. La imagen de Garo y Ernesto se congelaron. El empleado que había estado trabajando en cocina se veía saliendo por la puerta en dirección al restaurante, huyendo despavorido. Fue en ese momento que lo supo. Supo porque Ernesto hacía eso. Y de nuevo el tiempo volvió a su curso normal. Las voces del fondo, los recipientes de metal de la cocina chocando por el movimiento de los dos hombres, los pasos, todo volvió gradualmente. Ana fue corriendo hacia Ernesto, lo sujetó del hombro para darle vuelta e incrustó los nudillos en su cara. El golpe fue tal que hizo que el hombre perdiera el equilibrio y cayera sentado. El afilado sonido del cuchillo deslizándose por el suelo fue lo último que se escuchó. —Aún trabajas para el gobierno —dijo furiosa la investigadora. —Una vez que entras a trabajar para el gobierno, no puedes escapar —dijo. Intentaba hablar serenamente pero la sorpresa del golpe lo delataba—. Desde que Garo comenzó a trabajar para ustedes, yo recibí la orden de espiarlo de cerca. Fue cuando abrí esta tienda. Ana sentía la sangre hervirle. Todas las mentiras a través de los años se agolparon en su cabeza. Se sentía alienada, como si todo lo que había hecho hasta ahora hubiese sido una ilusión. En un arrebato de ira soltó un puntapié directo a la cara de Ernesto. Ya no podía ver su rostro. Se sentía traicionada. Insegura. No tenía a que aferrarse. Se sentía como una niña en medio de una calle desconocida. Ni una sola persona a la vista. No sabía a donde ir. —Ana… Ana… —escuchó la voz de Garo. Se sujetaba uno de los brazos. La sangre se mezclaba con el gel que aún empapaba su mano. —Tenemos que llevarte al hospital —un nudo en la garganta la interrumpió antes de que pudiera decir algo más. Se sentía perdida, pero sabía lo que tenía que hacer. El par salió del restaurante. Ana quería ayudar a Garo a caminar y este quería ayudarla a su vez. Así que lograron un extraño balance, se apoyaban el uno sobre el otro. Y caminaron. La oficina estaba llena, los seis empleados hace tiempo que habían llegado. Trabajaban en las investigaciones sencillas. Tenían una forma de trabajo bastante eficiente, por eso habían decidido no contratar más personal. Uno recibía el encargo directo por parte de Ana o Enrio quienes eran los que se encargaban de tratar con los clientes y luego, si era algo muy complicado, lo hacían ellos mismos con ayuda de Garo. De lo contrario se lo encargaban al personal que distribuía la tarea entre todos y en un abrir y cerrar de ojos ya tenían la mayoría hecho. Los días pasaban con tranquilidad en la oficina. La mayoría del tiempo no hacían nada debido a la escasa clientela, y en general, lo trabajos eran sencillos y la paga poca. Por eso muchos de los empleados ahí tenían un segundo empleo. Por la mañana estaban todos, y por las tardes solo la mitad. Era casi mediodía, Ana y Garo habían comido en el hospital comunitario esperando para llenar unos papeles del tratamiento que se le había aplicado. La imagen de Garo, vendado en uno de los brazos, entrando en el lugar atrapó la mirada de todos los empleados. Era la primera vez que lo veían herido. —Veo que hoy no hay mucho trabajo, como de costumbre —exclamó Ana para desviar la atención. Las miradas cesaron. Nadie respondió realmente. —Tenemos que hacer reaccionar a Enrio —exclamó Garo mientras tomaba asiento en la oficina de Ana quien asintió levemente con la cabeza. Había encendido la computadora, estaba viendo las noticias locales. —No pueden estar lejos. Me atacan con tanta facilidad, quiere decir que el lugar donde se organizan y fabrican esas cosas debe estar cerca de la ciudad. O aquí mismo —continuó. Intentaba no mover demasiado la mano derecha. A pesar de los sedantes y los medicamentos todavía le dolía. El médico le había dicho que la herida no cerraría completamente hasta dentro de un mes—. ¿Y quién los organiza? ¿Cómo saben tanto de lo que puedo hacer y lo que no al saltar? Ana seguía asintiendo con la cabeza. Escuchaba a Garo pero no le prestaba atención, estaba leyendo en la pantalla. —De haber sabido que había alguien que conocía tanto sobre mí, le pregunto en lugar de haber hostigado a Nají todo este tiempo —Al pronunciar estas palabras sintió un nudo en la garganta. El ataque de Ernesto le había hecho olvidar la muerte del científico. —¡Nají! —exclamó y se irguió con rapidez. Todo sucedía tan rápido, no comprendía como había pasado de tener días tranquilos como investigador, apareciéndose en la oficina de cuando en cuando para ver que había de nuevo. Asustando a Enrio en su casa, vagando por las calles. Una cascada de sentimientos lo invadió: Extrañaba a Enrio, los días que había pasado con él, el tiempo que pasaban hablando, las escapadas a los bares. —Tengo que ir por su cuerpo. —Robaron todos los bancos —interrumpió Ana mientras giraba la computadora y le mostraba el artículo—. Enviaron a Enrio no solo para matarte, sino para mantenerte ocupado. Garo dejó caer el peso de su propio cuerpo en la silla. Un silencio lleno de ideas invadió la pequeña habitación. —Intentemos pensar con claridad —continuó Ana—. ¿Qué sabemos hasta ahora? No hubo respuesta. —¿Cómo te atacó Enrio? —Con el arma de siempre —contestó Garo sin mirarla a los ojos. Veía al vacío. —En los ataques a los bancos reportados no usaron armas. Cuando atacaron a la oficina tampoco lo hicieron ¿Y cuando te atacaron en casa aquella noche? —No, fue igual que el ataque en la oficina. —Parece que no usan armas. Enrio parece ser un extraño en esa organización. ¿Iba acompañado? —Sí, por otros dos de chaleco azul. Eran jóvenes. Ana pensaba. Los instantes se sucedieron y ella seguía inmersa en sus ideas. Intentaba encontrar sentido a los ataques hacia Garo, incluido el de Enrio, solo este último había llegado con toda intención de matarlo. —Sus ataques parecen más terrorismo que el simple hecho de querer matarte. —¿Pero qué dices? ¿Es que ahora los vas a defender? —estalló Garo. Ana bajó la mirada por un instante. Sabía que su compañero se encontraba alterado por lo que había sucedido. —No. No intento defenderlos, solo quiero analizar sus acciones. Sabemos que quieren cambiar el gobierno, que aparentemente necesitan mucho dinero para ello y que tú eres un obstáculo. El gobierno te quiere muerto porque no quiere que te unas a esa organización. La organización te quiere muerto porque no quiere que te unas al gobierno, o no sé si piensan que ya trabajas para el gobierno como encubierto. Garo escuchaba con atención. —Si no contamos el ataque de Enrio pareciera que más que matarte solo quieren distraerte y mantenerte ocupado. —Pero acabas de decir que me quieren muerto. —Te quieren muerto, pero saben que no es tan fácil matarte —Ana chasqueó los dedos—. Y también saben que ellos no pueden matarte por eso ambos ataques han sido de un solo golpe, y el atacante se retira al instante. La orden debe ser captar tu atención. —Uno de los que acompañaba a Enrio hoy en la mañana le dijo que no podía usar su arma —agregó Garo comprendiendo el punto de su compañera. —Ahí lo tienes —Ana se recargó satisfecha en su asiento. Acordaron dejarlo ahí. La investigadora notó que su compañero seguía agotado así que sugirió fuera a casa y descansara, al menos hasta la tarde. Ella seguiría investigando. Aquel familiar edificio descansaba frente a sus pies. Se veían las marcas de balas en el pavimento, sin embargo no había sangre. Su mirada descansaba donde vio por última vez el cuerpo de Nají. Pensaba que Enrio seguramente había recibido la orden de llevarse el cuerpo de cualquiera que matase. Sintió como la tristeza lo invadía. Había perdido a su mejor amigo. El mismo lo había arrinconado a hacer aquello. Entró a casa, cabizbajo y se desplomó sobre su cama. No le importaba el aspecto de la sala o el destrozo que había por toda la casa. Y se sumió en un profundo sueño. El mundo no había cambiado. Las casas seguían siendo pequeñas, los negocios seguían siendo compactos. Las calles eran estrechas: para peatones y vehículos personales. La gente seguía viviendo de lo que lograba vender y comprar. Las tiendas de vivieres compraban a pequeñas granjas locales. Estas tenían permitido una tienda más grande que el resto si dedicaban esa área a cultivo. Así, este tipo de tiendas vendía productos que ellos mismos habían cultivado. También había algunas que preferían comprar la mercancía con tiendas de cultivo especializadas que dedicaban toda el área a esta actividad y solo vendían a otros comercios. Nadie tenía grandes extensiones de tierra, nadie poseía enormes rascacielos. Y todos eran felices así. La educación se daba en casa, como siempre había sido. Se hallaba en el cielo. Descansaba sobre una superficie invisible. Veía la ciudad a sus pies. Tan grande como siempre lo había sido. Enrio apareció frente a él. Pero ninguno de los dos hombres se sorprendió. Sus miradas respiraban paz. El viento de los cielos los acariciaba. Era fresco pero sin ser frío. El sol resplandecía alto, imponente, pero no emitía un calor sofocante. La respiración era pausada y agradable. Los dos hombres se sentían vivos ahí arriba. Y vino la noche. Y la ciudad cambió. Los dos hombres bajaron la mirada y vieron los barrotes en la ciudad. Cubrían cada tienda, cada calle. No había personas en aquella ciudad, todas estaban detrás de los barrotes. Ambos alzaron la mirada nuevamente. Se encontraron. Se hablaron sin decir palabra alguna. Los gritos se escuchaban como un rumor apagado que venía de la ciudad. Habían personas sufriendo. Todos, detrás de los barrotes, no podían hacer nada. Los dos hombres no se alteraban. No podían hacer nada. Y vino el día nuevamente. Y el mundo fue igual. Los niños jugaban en la calle, en los parques comunitarios. Se veía a madres y padres sonreír. Garo percibió algo en aquellas sonrisas. Desde su altura podía percibir como la sombra también sonreía. Todos proyectaban esta oscura sombra. El sol la producía y alargaba. Los niños tenían sombra, los adultos también. Se veían jóvenes atribulados por sus exámenes en las calles. No había barrotes, todos eran libres. Y todo seguían con su vida y sus problemas. Pero la sombra estaba ahí, detrás de todos. La sombra sonreía, y reía. Era un gesto desquiciado, maligno. Y todos tenían una detrás. Sintió una mano sobre su hombro. Enrio estaba frente a él. Su mirada no era serena. Y Garo lo comprendió. —¡Garo! —se escuchaba un grito femenino—. Voy a entrar, es tu culpa por no abrirme. Se levantó rápidamente de la cama. Sentía el sopor de las sabanas sobre su rostro y su cuerpo. El calor del sueño todavía lo invadía. Caminó hasta el baño. Se lavó la cara y se miró al espejo. Era él mismo. —Te dije que descansaras un rato pero ya es de noche —exclamó Ana. Estaba de pie en medio de la sala destrozada—. Vaya, sí estuvo feo. —Se lo llevaron —balbuceó Garo. Sentía la boca extraña de tanto dormir. Ana comprendió al instante que se refería al cuerpo de Nají. Quería decirle «Lo siento» o demostrar de alguna forma que compartía su dolor. Pero no supo como. Los dos se quedaron en silencio en medio de la sala. Ana intentó sacudirse ese sentimiento de encima y recordó el porqué de su presencia. —Alguien me visitó en la oficina, dice conocer a Nají. Garo levantó la mirada, no podía pensar en otra persona. Un hombre enorme pasó por el umbral de la casa. Era tan grande que parecía rozar el techo, su facciones eran refinadas y su mirada solemne. Tenía un chaleco azul en la mano derecha. —Garo —arrojó el chaleco en su dirección, lo atrapó torpemente con ambas manos. Lo analizó por un instante y luego dirigió la mirada hacia el hombre, tenía la mano con la que había arrojado el chaleco aún arriba, como si estuviese congelada. Ana respiró profundamente y, dirigiendo los ojos hacia Garo, dijo: —El es Leo —medía sus palabras al hablar—. El científico que mencionó Nají. —¿Qué haces aquí? —Garo estaba confundido, aún sostenía incómodamente el chaleco entre las manos. —Mi creación no parece tener modales —Bajó con rapidez la mano. Movía mucho los pies al hablar, con cierto manierismo—. Mira, mira, invítame a tomar asiento al menos. Veo que tus muebles no están en las mejores condiciones, pero no te preocupes, no juzgo a alguien por sus posesiones, solo por su humildad. Garo seguía congelado. Ana descansaba entre los dos hombres. Ella siempre había sido una mujer alta pero se sentía ínfima en ese lugar. Como si la mirada de aquellas personas chocara y creara una presión increíble a su alrededor. No había odio, era la simple presencia de dos personas. Como cuando uno se para entre dos camiones gigantescos y se siente uno pequeño. Leo, sin pensarlo, caminó hacia el sofá destrozado y tomó asiento. No se le veía incómodo, tampoco parecía pensar que estaba sobre el mejor sofá del mundo, simplemente estaba en él, eso era todo lo que decía su rostro. —Parece, parece que tu compañera tiene una idea de quién soy. Me imagino que Nají les habló de mí. Garo se olvidó de sus piernas y tomó asiento sobre el suelo. Ana seguía de pie, no estaba dispuesta a buscar un lugar donde sentarse en aquella habitación destrozada y fingir que no pasaba nada. —No hagas preguntas por favor. Ya sé lo que quieres saber. Sí, yo formaba parte de esa organización que quiere cambiar el gobierno. Formaba, mi niño, formaba —aclaró mientras hacía un gesto con ambas manos. La artificiosidad de sus movimientos no era fácil de ignorar—. ¿Por qué lo hice? Bueno, es sencillo, el gobierno mató a Damasco y cuando escuché de ellos, o al menos de sus ideales, me parecieron bastante nobles. Ahora ya no tanto, pero vayamos paso a paso. »Cuándo abandoné a Nají y Damasco estuve vagando por un tiempo, no quiero que el gobierno sepa de mí existencia porque, estoy seguro, saben mi relación con los experimentos. Así que me fui a vivir a uno de los pocos lugares donde el gobierno no te puede vigilar: En el medio del mar. Unos años después me enteré de esta organización. En ese tiempo eran un montón de jóvenes enojados y totalmente inútiles. Tenían buenas ideas pero eso era todo. Decidí conocer más de ellos, sus razones me convencieron, me enseñaron muchas verdades que el gobierno oculta. Por ejemplo, mujer, ¿sabes que sucede si los hijos de alguien decide no hacer los exámenes obligatorios de los primeros años de vida? Desde el punto de vista del gobierno eres un lastre: No quieres aprender, quiere decir que no quieres trabajar y aportar a la sociedad con ello. Así, solo te vuelves un consumidor y una sociedad donde solo hay consumidores bueno, cualquier niño de cuatro años sabe como sigue esa oración. Daba peso a sus palabras moviendo todo su cuerpo. Escucharlo hablar era un espectáculo visual: Se movía de lado a lado, contorneaba los brazos y subrayaba con los dedos. Se mantenía sentado, pero era capaz de llegar a recargar el torso contra las rodillas. Se movía de atrás hacia adelante sin parar. Garo se veía hipnotizado por aquel hombre. —Así, el gobierno va por ti y tu familia irresponsable que no te obliga a tomar los exámenes y te echan de la ciudad. A morir, eso es todo. Para el gobierno eres basura, solo eso. Si le sirves, bien, que viva en las ciudades, de lo contrario para afuera. Debo reconocer que son buenos al hacerlo, y es por eso que nadie sabe realmente de esto, solo aquellos que lo han vivido. Y, bueno, yo. Fuera de las ciudades no hay nada, mueres de hambre o de alguna enfermedad por estar todo el tiempo entre ramas, bosques o un lugar desértico. Depende de que ciudad te hayan echado. Si vuelves a la ciudad, bueno, ya no sales de ella. Tu cadáver es incinerado. »No solo eso, si abres un negocio que no es fructífero pero que eres capaz de mantener por la ayuda de un familiar o porque simplemente te gusta ir todos los días a trabajar y no hacer nada, bueno, el gobierno también sabe de ti y para afuera. Y de ese tipo de personas está formada la organización. Viven en las afueras de la ciudad, odian al gobierno opresor y lo quieren destruir por eso mismo, bueno, que digo: Justo en este instante deben estar rumbo a la isla artificial del gobierno mundial. Lo dijo con tal naturalidad que Garo y Ana no comprendieron del todo la profundidad de esas palabras. —Ah, sí. Los chalecos. Bueno, yo los hice, eso es obvio. Ana podía reconocer el genio del que Nají había hablado, a pesar de su forma de expresarse, sabía lo que ella estaba pensando y todas las preguntas que quería hacer. Respondía a todas sin escuchar ni una. —Tu compañera aquí me mencionó que si los chalecos distribuyen toda la fuerza que se imprime en un solo punto a través de todo su volumen ¿cómo le hacíamos para fabricarlos cortando los hilos de los que están hechos? Es una observación humilde de parte de alguien tan ignorante. Y, bueno, es sencillo: Están fabricados de un solo hilo. Todo el chaleco —Colocó las manos en el aire como dándole forma a la prenda— está hecho de un solo hilo. Lo único que hice fue usar algoritmos conocidos de nudos para que hicieran el trabajo de las costuras en los bordes y evitar que todo se desbaratara. Así, no hay necesidad de cortarlo o de agregar trozos de hilos diferentes para unirlos y lograr semejante belleza. »¿Cómo trabajan estas cosas? Por la cara de estúpido que tienes puedo suponer que Nají te habló un poco sobre como trabaja la ciencia detrás de ti —se dirigía a Garo—. Con los chalecos es igual, solo que el proceso inverso. Todas las moléculas del chaleco se enlazan en el momento en que alguna de estas percibe una fuerza, la diferencia es que tú te haces uno con billones de partículas, en el caso del chaleco, con el enlazamiento sucediéndose en el instante preciso en que se imprime una fuerza, esta es dividida en todas las partículas enlazadas. Casi cualquier fuerza, por enorme que sea, dividida entre varios cientos de miles de billones es nada, menor que un mosquito. En un principio pensé que esa gente iba a usar ese chaleco para usar explosivos y ese tipo de cosas divertidas, pensé que en cuestión de nada me pedirían un traje completo del mismo material. Válgame, mira, mira, ya hasta tenía el diseño. Me pase toda una tarde con las matemáticas necesarias para hacer que un solo hilo se transformase en un pantalón. Pero no, esos tontos solo la querían para balas y una que otro explosión pequeña. »¿Qué se le va hacer? Sí, yo les di los chalecos, me pareció que necesitaban armas si querían combatir una fuerza tan absoluta como lo es el gobierno actual. ¿O debería de decir era? En todo caso, al poco me dijeron que necesitaban cascos para las balas. Bueno, pero que tontería, les dije en ese momento. Ya tienen los chalecos para eso. —Imanes —interrumpió Ana que había estado pensando todo el día en porqué sus balas no parecían dar cuando apuntaba a la cabeza. —Tonta —contestó tajante el científico—. Ciertamente hay experimentos con imanes y balas, estas últimas se desvían pero muy poco y a través de grandes distancias con imanes realmente potentes. En la práctica no sirve de nada. Lo único que hice fue incluir una central de procesamiento mayor en el chaleco para que hiciera la red dos veces en lugar de una. Cada vez que detecta un objeto con una gran energía acercándose, se crea la red instantáneamente y las partículas con diferente espín se alinean, lo que provoca un aumento significativo de la gravedad a un nivel atómico, con ello desviando la bala. Bueno, esto de «espín» tal vez es muy técnico. Pero imaginen que tenemos un montón de mangueras soltando agua como locas apuntando en todo tipo de direcciones. Si nos colocamos en determinado lugar, solo nos rociará una parte de las mangueras. Las partículas subatómicas se encuentran en esta posición caótica todo el tiempo, es su forma natural. Pero si ordenamos las mangueras para que apunten en la misma dirección, bueno, ciertamente tendremos mucha agua en ese punto y nada en el resto. Eso es lo que hacen los chalecos. Antes del impacto de la bala, se crea una red para que esta se desvíe hacia el chaleco, se cancela la red y un instante después se vuelve a crear en el momento que la bala impacta para distribuir la fuerza. Y después de su largo discurso agregó orgulloso: —Una belleza. —¿Quién dirige todo esto? —preguntó Ana. Le repitió la pregunta tal cual se la había hecho mientras hablaban en la oficina. —Soy un tonto, tonto. Olvidé mencionar eso. Claro, esa fue una de las razones por las que me uní: Nadie lo dirige. Todo es descentralizado. Tienen un objetivo en común y armas, pero no hay jefes, no hay dirigentes. Todo se organiza entre todos. Las redes de información que manejan son increíbles, debo mencionar. Y eso quieren hacer con el gobierno: No les agrada que exista un poder como el gobierno, lo van a destruir e imponer su sistema descentralizado. Ya quiero ver en lo que se convertirá la sociedad con ello. —Los satélites —agregó Ana recordando que el gobierno era el encargado de las telecomunicaciones mundiales. —Precisamente, para ese tipo de cosas se necesita un centro, un jefe, alguien que organice todo. Si el gobierno cae ¿Quién se ocupará de todas esas cosas brillantes que permiten las telecomunicaciones del globo? Ya lo quiero ver. Garo estaba boquiabierto, no podía digerir la información. No podía comprender todo. —¿Por qué hago esto? —continuó Leo— Por la misma razón que me uní a esa organización al principio y los apoyé. De hecho hasta fabriqué ese gel de alta densidad, nada complicado, cinco minutos de trabajo para atrapar a mi creación aquí que parece mono echado en el suelo con la boca abierta. Garo cerró la boca e intentó sentarse con más propiedad, aunque seguía en el suelo. —El gobierno mató a Damasco. Simplemente quiero venganza ¿es tan difícil de creer? Y luego viene este estúpido amigo tuyo, se une a la organización y mata a Nají. Si no mal recuerdo la orden que recibió fue la de matarte a ti, no a él. ¿Qué diantres? Últimamente nadie parece cumplir con sus ordenes ahí. Hizo un pausa. —Espero que te haya quedado claro todo eso, mono —dijo finalmente el científico, estaba de pie nuevamente y sus pies volvían a tomar el ritmo de sus palabras—. Mira, mira. Le dije aquí a tu compañera donde podían encontrar el cuartel de la organización, está en las afueras de la ciudad. El lugar está ahora desierto, digo, todos fueron a la isla artificial. Pero hay alguien ahí esperándote. Bueno, le dieron ordenes de mantenerte ocupado. Puedes ir por él o esperar a que él llegue a ti. Haz lo que quieras mono, solo hazme el favor de matarlo. Leo caminó moviéndose de lado a lado hacia la puerta. La oscura noche entró mientras el salía y antes de dar un paso más Garo exclamó: —¿Por qué soy el único? Un silencio arrolló la conversación. El aire gélido de la noche entraba por la puerta, el científico solo mostraba la ancha espalda a sus interlocutores. Después de un corto silencio finalmente dijo. —Ese es un detalle sin importancia que Nají nunca pudo resolver. Y con esas palabras el científico desapareció en un destello azul. La puerta se había quedado abierta. Ana y Garo saltaron. Las indicaciones de Leo guiaban hacia el exterior de la ciudad, en una parte que se creía desierta. El viaje fue casi instantáneo, y Ana se sintió maravillada al experimentar como vivía su compañero. Salieron de la casa de Garo, Ana parpadeó y estaba en medio de la calle oscura, a kilómetros del edificio destrozado, se sintió desorientada. Saltaron nuevamente y ahora estaban en el techo de un edificio conocido, rentaban locales para diferentes tiendas, estaba del otro lado de la ciudad. Ana sintió el frío aire de la noche levantar su cabello. No pudo evitar maravillarse con la vista. En el siguiente instante estaban en medio de la carretera, rodeados de un erial. La noche cubría el lugar y le daba un aspecto ligeramente tenebroso. Ambos sintieron un frío que les recorrió la espalda. Por último, estaban en el centro de lo que parecía un campamento. Ese era el lugar. Soltaron las manos. Garo respiraba pesadamente, ya estaba sudando, rara vez tenía que ir tan lejos y siempre evitaba saltar de una vez en ese tipo de viajes, prefería acortar la distancia lentamente con saltos más pequeños. —Aquí es —declaró Ana. El silencio era casi absoluto, solo se escuchaba el viento acariciando la tierra. Ana se sintió avergonzada, el volumen de su voz era exageradamente alto, casi como un grito. Garo se limitó a asentir. Miraba en todas direcciones, buscaba luces encendidas en alguna tienda del campamento. No podía creer que en un lugar derruido como ese pudiesen fabricar chalecos tan avanzados. El suelo estaba cubierto de basura, se veían zonas comunales donde aparentemente juntaban los deshechos. En cierto punto, ambos se preguntaron de que vivirían esas personas, que comerían. Continuaron entre los espacios formados por las tiendas de campaña. La tierra estaba compactada en estos lugares y formaba lineas que interconectaban todo el lugar, parecía que muchas personas habían transitado aquellos caminos. —Garo, creo que encontré algo —gritó Ana. De nuevo su voz sonó excesiva. Garo había deambulado hacia el lado contrario así que se acercó corriendo. «No saltó» pensó Ana. Había varias tiendas unidas en esa zona, se formaban túneles de tela entre cada una, parecía ser un sitio muy acogedor para pasar un aventura agradable con amigos o familia. Una luz muy débil relucía a través de la tienda central. No parecía venir de una lampara, era demasiado suave y artificial, parecía que viniese de una vela o se tratase de una luz indicadora de algún dispositivo. Ana se acercó a la tienda pero Garo la detuvo con un mano en el hombro. Se miraron por un instante. El hombre dibujaba un rostro duro. Transmitía cierta fuerza. Hizo un movimiento negativo con la cabeza y con toda la fuerza de sus pulmones aspiró el aire a su alrededor. Lentamente liberó el gas a la atmósfera. Intentaba relajarse. Ana asintió con la cabeza y prosiguió. Dentro de la tienda no había una bolsa de dormir, una lampara, comida, ni siquiera una pequeña mochila con ropa de quien sea que hubiese estado viviendo ahí. En cambio, había un agujero por el que cabía exactamente una persona. Los dos investigadores analizaron con cuidado el lugar. Era perfectamente cilíndrico, pero las paredes estaban hechas de tierra y parchadas con laminas de metal y otro materiales. Había una escalera metálica dentro del agujero, cada peldaño se acercaba más a un arco que a una linea perfecta en su forma, parecía que esa escalera había sido usada hasta el cansancio. Y con ello, una luz trémula venía del fondo. Y bajaron, lentamente. Pensaban en lo que les esperaba, en la incertidumbre. En el fondo del pozo la tierra comenzaba a desaparecer para dar paso a los parches metálicos. Era un pasillo tan profundo que no se podía ver el fondo. A cada lado había habitaciones con barrotes por ventanas y en cada una había sillas de distintos materiales y formas apuntando hacia un pizarrón. No se imaginaban el esfuerzo que había llevado cavar aquello. Todo lucía demacrado, parecía haber estado ahí desde siempre, como si se tratase de los restos de una civilización antigua que había llegado a los límites de la ciencia. Caminaron un par de metros admirando las habitaciones a cada lado. Analizaban el techo, la rigidez del suelo, las paredes. Cada paso que daban resonaba con cierto rumor apagado. El silencio engullía el resto de la escena. —¡Garoooo! —se escuchó repentinamente una voz al fondo del pasillo. Se veía una silueta. El dueño del nombre abrió los ojos como platos, reconocía esa voz aunque le hubiese gritado en medio del espacio exterior. Corrió al frente. El corazón le latía con más velocidad a cada paso. Ana lo siguió, corría detrás con su arma desenfundada. No estaba segura de porqué la tenía en la mano. Se sintió extraña. Había pasado tanto tiempo con ella que se volvió una parte natural de su cuerpo, pero esta vez era diferente. La textura en sus dedos no parecía convencer a su piel, como si el arma no fuera suya. Enrio estaba frente a los dos. A unos diez metros Garo respiraba con violencia. Los dos hombres se miraron. Y el silencio envolvió la escena. Había fuego en los ojos de Enrio. —No vine a pelear Enrio —exclamó Garo. Desenfundó un arma y la alzó con la fuerza de su brazo. Aún tenía la venda. Un golpe seco fue todo lo que se escuchó después de que dejara el arma caer. Ana aún sujetaba la suya. —Pues yo sí Garo —fue la respuesta de Enrio y en un instante desenfundó su arma y disparó un tiro certero en la dirección de su compañero quien lo esquivó saltando un par de metros hacia la derecha. Ana descansaba en el lado opuesto, con un costado acariciando la pared del túnel. Enrio estaba inmovilizado. Apuntaba el arma a la posición anterior de Garo, pero sus ojos descansaban en el rostro del investigador. —Solo eso sabes hacer —declaró. En su voz se percibía una ira reprimida. Como si fuese a estallar en cualquier momento. Ana no había notado hasta ese momento que a los pies de Enrio había dos baldes. La sustancia en su interior se parecía a la que Garo tenía en el brazo esa misma mañana. —¡Solo eso sabes hacer! —gritó Enrio. Su voz hizo eco en las paredes de aquel largo pasillo y retronó en los tímpanos de los investigadores. Acto seguido disparó en la dirección de Garo. Esta vez saltó hacia la espalda de Enrio. Parecía mantener una distancia de un par de metros en todo momento. Enrio se giró. Había confianza en sus movimientos. Parecía saber hacia donde saltaría su amigo. —¿Por qué no usas esa habilidad para algo útil? —continuó Enrio, su alma parecía gritar con cada palabra— ¡Cobarde! Una rápida ráfaga de balas siguió a aquella voz. Garo esquivaba cada una de ellas. Ana notó que Enrio intentaba apuntar hacia donde aparecía el destello azul para anticiparse a su amigo, pero este hacia saltos simultáneos y sin descanso. Parecía que Enrio estuviese girando sobre sí mismo disparando en todas direcciones, y a su alrededor, un destello azul que parecía inmune a los proyectiles. —¡Yo no la maté Enrio! —exclamó Garo mientras su interlocutor recargaba el arma. —¡Mentiroso! —Más disparos. —Tú la mataste. Tú la mataste y ahora vienes a burlarte de mí. —Enrio, eso fue un accidente. Ellos la mataron y mírate, estás usando uno de esos chalecos. Los disparos no cesaban. La voz de Garo se escuchaba interrumpida con cada salto que daba mientras hablaba. —¡Silencio! Eres un maldito cobarde. No puedes salvar a nadie con esa preciada habilidad tuya. Los disparos se sucedían uno tras otro, Ana se había alejado del par, sabía que una bala perdida podría impactarle. El corazón de Garo latía con toda su fuerza, la sangre le corría por las venas irrigando todo su cuerpo y dotándolo de una energía que parecía no compensar el gasto que hacía con cada salto consecutivo. —Todavía tienes a Elia y a tu esposa —continuó Garo—. No lo has perdido todo. Tu hija te extraña. Enrio se detuvo en seco, se escucharon las últimas balas rebotar contra las paredes y el suelo. El rostro del investigador cambió, como si hubiese recordado algo. Una tristeza enorme lo invadió. Garo se hallaba a unos pocos metros del sujeto, respiraba con dificultad, sus músculos estaban ardiendo, la frente empapada de sudor. Pero no pensaba en ello, solo veía a su amigo, al frente. Eso es todo lo que había en su mente en ese momento. Comenzó a acercarse con pasos cortos a Enrio. Caminaba con precaución. Enrio miraba hacia el suelo, los brazos como péndulos y el arma colgándole de una mano. Ana se acercó también a su vez. El silencio reinaba en el lugar. Y sin previo aviso, un grito desgarrador retumbó en las paredes. Enrio se encontraba nuevamente erguido, disparó un par de veces hacia Garo quien lo esquivó sin problemas. Un balde del gel de alta densidad se dispersó por todo el lugar por acción de Enrio. Los pies de Garo quedaron cubiertos, sin embargo seguía esquivando las balas. —¡Teresa! —gritaba con furia. La voz parecía revelar un pequeño brillo de tristeza. —¡Devuélveme a Teresa! —Había lagrimas en los ojos. Los disparos se continuaron hasta que el arma no tuvo más balas. Enrio sacó un par de cartuchos nuevos pero sus manos temblaban, aún lloraba, y cada uno de los cartuchos cayó a sus pies. Se hincó para recogerlos pero no parecía ser capaz de completar la tarea. —Enrio, vamos a casa —declaró Ana quien se había acercado lentamente. Aún guardaba la distancia pero su voz se oía con claridad. El hombre armado le respondió con una mirada llena de ira, las lagrimas empapaban sus pómulos. —No puedes salvar a nadie —declaró mientras clavaba la mirada en Garo. Cogió uno de los cartuchos y desde su posición descargó un par de ráfagas. Cambió la dirección del cañón y apuntó hacia Ana. Y solo hubo sonido. El resonar del metal en el arma impulsando la bala. Esta cortaba el viento a su alrededor y giraba sobre si misma. En su trayectoria, firme y mortal, se dirigía hacia la investigadora. Y se escuchó un impacto contra la pared. Garo había saltado con Ana hacia la dirección contraria. Enrio abrió los ojos como platos mientras se giraba para ver a los investigadores. —¡Te maldigo! Los disparos seguían, se dirigían a cualquiera de los dos. Garo esquivaba cada bala, no saltaba en todo momento con Ana. Y esta sabía que no podía permitirse aquello así que intentó alejarse de los dos. Un segundo balde se derramó sobre Garo. La sustancia lo cubrió de las piernas hacia abajo. No podía mover los miembros. —No puedes salvarte, no puedes salvar a nadie —dijo finalmente Enrio. Garo sentía el peso de aquella sustancia sobre sí mismo, el frío invadió sus huesos y el miedo envolvió sus ideas. No podía saltar con todo ese peso encima. Pequeñas gotas de sangre saltaron de su cuerpo. Una bala le había impactado en el brazo vendado. Garo había colocado su mano enfrente de sí para protegerse. Enrio siguió disparando sin piedad. Garo se cubría con ambos brazos mientras estos recibían cada vez más heridas. Se escuchó una imponente voz. Los dos hombres frente a frente se llamaron con un grito atronador. Los nombres de los investigadores hicieron eco en las paredes y de estas brotaron todo lo que sentían. Los brazos de Garo se teñían de rojo y un cañón amenazante apuntaba a su cabeza. Y saltó. Y un silencio abrumador azotó como una ola contra el lugar. No hubo un disparo. Ni un grito más, ni una voz más. Solo un destello azul brilló por un instante donde los dos hombres habían estado el uno frente al otro. El suelo estaba cubierto por aquel gel. Había pequeñas gotas de sangre que se combinaba con él. Un pequeño montículo, donde había estado Garo cubierto, tenia un gran charco de sangre cubriéndolo como si fuese pintura. Y en el centro de aquella escena había un par de microprocesadores en el suelo, estaban atados el uno al otro por medio de un fino cable que se ramificaba por toda su extensión, como el sistema nervioso humano. A lado de este descansaba un arma. Ana buscó en todas direcciones a los dos hombres, aguzó el oído pero solo se llenaron de silencio. Y entonces lo comprendió: Aquel salto había sido diferente. Caminó lejos del lugar, sabía que no volvería a verlos. Ana se encontraba frente a la oficina. Aún estaba en la calle. Veía la puerta asegurada de aquel lugar y pensaba. Pensaba en lo que había dicho Leo, en sus dos amigos, en Ernesto y en Nají. Pensaba en el mundo, en la gente durmiendo y todo lo que sucedió. Pensaba en que ella misma no lo había visto pero sabía que había pasado. Extrañamente no se sentía cansada, estaba de pie, de pie frente a aquella puerta. Pensaba en el caos que le deparaba el futuro. En, tal vez, los cambios sociales que se vendrían. Podía imaginar los titulares de páginas en Internet anunciando la muerte del gobierno mundial. Se preguntaba si esa misteriosa organización tomaría las riendas del mundo y si lo llevaría a un lugar mejor. Giró lentamente la mirada. Había una pequeña sonrisa en su rostro. Sus ojos reflejaban el amanecer de aquel día. No había tocado su cama desde hacía tanto tiempo que sentía que la extrañaba. «Tal vez Leo planeó todo esto» pensó. «Todo salió como él lo esperaba. Quería vengarse del gobierno y lo logró. Quería vengarse de quien mató a Nají y lo logró». Dejó escapar un suspiro. «Parece que sí es un genio después de todo». Sintió como su estomago le gritaba por comida. No había cenado la noche anterior. Recordó que ya no podía ir a la tienda de sopas que tanto le gustaba y que, con el paso de los años, se había vuelto una tradición. Iba tan seguido que sabía que en los días venideros se sentiría perdida buscando otro restaurante. «Tal vez deba comenzar a cocinar» una pequeña voz en su cabeza exclamó. Se le escapó una risa inocente. Se giró nuevamente hacia la puerta y, decidida, la abrió. Era la oficina. La oficina de siempre. Recorrió con paso firme aquel estrecho pasillo. Codeaba con las sillas y escritorios de sus empleados. Entró finalmente a su propia habitación y con gran parsimonia tomó asiento. Se sentía en casa. Las ideas del futuro siguieron agolpándose en su cabeza pero, poco a poco, se desvanecieron con cada parpadeo. Eran lentos y pesados. Y, con ello, cayó en un sueño profundo.